Cuadernos de escritura

Me parece que para aprender a expresarse por escrito lo mejor que se puede hacer es intentarlo. Es decir, escribir. Por eso, una de las actividades que les pido a los alumnos de todos los cursos a los que doy clase es que realicen a lo largo de la evaluación un «Cuaderno de Escritura». Se trata de un cuaderno tamaño cuartilla que tienen que ir rellenando, a un ritmo media de 3 ó 4 caras por semana, a veces les propongo un ejercicio concreto (acabar un cuento del que les doy el principio, escribir una carta a una empresa para pedir que les contraten como probadores de videojuegos), pero la mayoría del cuaderno lo tienen que rellenar escribiendo de todo lo que quieran.
El año pasado empecé también a darles la posibilidad de que en lugar de en el cuaderno tradicional escribieran en Internet, como en una especie de blog: dentro de la wiki del Instituto, les abro una página personal a la que sólo ellos tienen acceso mediante un nombre y una contraseña. Los únicos lectores de esas páginas son cada uno de ellos (uno tampoco puede leer a los demás) y yo, para que puedan escribir con libertad… Y he de reconocer que este año me tienen realmente sorprendido: de pronto descubres que el alumno que creías tímido y poco interesado por todo lo que le rodea está lleno de inquietudes, gustos y aficiones y, además, no tienen mayor reparo en contártelo.
También se me cae la baba cuando encuentro textos de alumnos y alumnas de 2º de ESO en los que las palabras tienen todas sus letras y apenas hay faltas de ortografía. Me muero de ganas de poner aquí ejemplos para los incrédulos, pero me aguanto, porque tienen el anonimato garantizado.

3 de agosto de 2004: Teo-Santiago de Compostela

HERRU SANCTIAGU, GOT SANCTIAGU, EH, ULTREIA, EH, SUS, EIA, DEUS, AIA NOS!
Como al comienzo de cada etapa y cada vez que nos ponemos en camino, hemos lanzado nuestro grito de guerra, que viene escrito en el DINA 3 portugués, que nos imaginamos que son gritos de ánimo y petición de ayuda a Dios para andar el Camino.
Sin embargo, hoy hemos estado a punto de no gritarlo. Anoche cuando nos acostamos nos parecía que todo estaba hecho, que teníamos el objetivo final al alcance de la mano y que íbamos a pernoctar en nuestra bonita casa de montaña de ventanas amarillas… pero a las 2.30 de la noche M. se ha despertado con un fuerte dolor en el pecho, junto al corazón y ha empezado a imaginarse lo peor: ¿un infarto?, ¿una angina de pecho? En ese momento no nos ha hecho tanta gracia ser los únicos habitantes de estos parajes. E. ha intentado tranquilizarle, ¿serán aires?, pero tampoco él estaba demasiado tranquilo y el asunto se ha complicado con unas tiritonas… Así que hemos llamado al 061, atención al peregrino las 24 horas como ponía en una pegatina de la puerta, y M. le ha contado sus síntomas a una doctora que le ha tranquilizado diciéndole que probablemente se trataba de algo muscular. Algo más tranquilos nos hemos vuelto a acostar, aunque también con cierta pena, porque ya estábamos imaginando la placa que recordase el suceso: “Aquí, a pocos km de Santiago, falleció M., a sus 25 años, después de haber superado innumerables dificultades. Buen Camino”.
Ya por la mañana el dolor persistía, pero era más suave. Hemos desayunado gracias a la generosidad de otros peregrinos que dejaron unas estupendas galletas de chocolate y a la leche y los zumos de naranja que compramos ayer en el bar-supermercado. Hemos fregado, hemos dejado todo como nuevo, hemos escrito una larga dedicatoria en el libro de firmas para desagraviar al pobre Carlos, hemos cerrado el albergue y hemos echado la llave al buzón. A los 100 metros del Herru Sanctiagu, M. se ha dado cuenta de que iba demasiado ligero y es que se había dejado dentro del albergue el sombrero y el palo. No es que fuesen fundamentales a estas alturas, pero un peregrino que llega a Santiago sin sombrero ni palo no es digno de tal nombre. Así que nos hemos dado media vuelta y se ha puesto en marcha la mente del ingeniero: metiendo una astilla por la ranura del buzón hemos conseguido pescar la llave y hemos reemprendido de nuevo el Camino.
Entre risas y recuerdos de estos días los kilómetros se nos han hecho por primera vez cortos y, tras la subida al Milladoiro, ha aparecido ante nuestros ojos la ciudad del Apóstol a lo lejos, aunque no éramos capaces de descubrir la catedral por ningún sitio. Esa visión ha aligerado aún más la marcha y antes de que nos diésemos cuenta estábamos subiendo por las primeras calles de Santiago.
No importaba que la Catedral estuviese a rebosar de gente, ni que hayamos tenido que oír la misa de pie, ni que no funcionase el botafumeiro: no habíamos llegado hasta allí para verlo, habíamos ido a visitar al Apóstol y rezar ante sus restos. Hemos hecho muchos sacrificios para llegar, pero hemos acabado convencidos de que el Apóstol es buen pagador y que nos ha dado más de lo que nos podíamos imaginar: hemos aprendido a medir el tiempo y la distancia de otra forma, se nos han abierto los ojos del cuerpo y del alma para contemplar, ha crecido nuestra fe y junto a los pasos que hemos ido dando a lo largo del Camino hemos ido avanzando también en nuestro interior.
A la salida hemos ido a conseguir nuestro último sello y la compostelana que nos ayudará a recordar estos días… a pesar de estar en latín, para que M. diga luego que el latín no vale para nada.
Después hemos visitado la catedral con calma y hemos encontrado a los padres de E., junto a su hermana y su novio (el de su hermana, claro), que nos han invitado a unas tapas en un bar del casco viejo, con cierta prisa porque M. se vuelve en el avión que sale a primera hora de la tarde. Allí, en el mostrador del bar, hemos escrito nuestras prometidas postales: a la chica policía de Tuy y, muy especialmente, a la familia portuguesa del Ponte das Tabuas que ha sido quizá lo mejor que hemos encontrado en el Camino.
E. se va a quedar en Galicia unos días con sus padres y nos hemos hecho una foto de despedida en la plaza Cervantes (igual que la plaza de Alcalá), para lo que M. ha pedido la ayuda de una señora que estaba cerrando su puesto… de la ONCE. Nos hemos despedido con el abrazo del peregrino, llenísimos de buenos momentos y hemos hecho cuentas: en el próximo Xacobeo, 2010, volveremos… o antes, ¿por qué no? Ultreia.

2 de agosto de 2004: Caldas de Reis-Teo

Según el plan inicial, hoy tendríamos que haber llegado a Santiago, pero de todas formas vemos que la meta se acerca. En lugar de acabar la etapa en Padrón hemos decidido ir unos 10 km más allá hasta el albergue de Teo, que está a 13 km de Santiago, para mañana por la mañana poder tomarnos con calma el último tramo.
Hemos ido a misa de 8.30 al asilo de ancianos, donde unas monjas simpáticas y sonrientes nos han pedido que nos acordemos de ellas ante el Apóstol y nos hemos acercado a desayunar a un sitio que ya fichamos ayer por la noche para evitar vueltas en busca de zumo. El sitio ha debido desaparecer o quizá estaba todavía cerrado, pero no lo hemos encontrado y hemos acabado dando las vueltas temidas. Hemos retomado el Camino para cruzar el puente Bermaña, un puente medieval que en la foto parecía más grande y que estaba quizá empequeñecido por la afluencia de gente en el mercadillo, y hemos salido de Caldas internándonos en un bosque de pinos centenarios.
El Camino discurría por el valle, paralelo al río que sonaba demasiado abajo como para hacer un pequeño parón, pero seguíamos con la esperanza de que nos encontraríamos con él en algún momento y así ha ocurrido: uno de los locus amoenus más locus y más amoenus del Camino. En unas piedras, en mitad del río, hemos refrescado los pies y hemos tomado las habituales piezas de fruta. Allí E., como lleva haciendo en las últimas paradas, ha sacado su libro de poesías de Pedro Salinas y se ha emocionado con unas cuantas, tanto que ha acabado dándole un arrebato poético y ha empezado a recitar poesías sin ton ni son. El caso es que llevamos un par de días en los que el tema más habitual de nuestras conversaciones es el del poeta y el ingeniero, dos visiones del mundo que M. considera del todo irreconciliables, mientras que E. se inclina más por llegar a una “amalgama”: E. está agradecidísimo a todos los ingenieros que tan fácil y cómoda hacen la vida (la construcción de los albergues, la luz eléctrica, los aparatejos informáticos), permitiendo que uno se pueda dedicar con tranquilidad a otro tipo de cosas, como la contemplación y la lectura… En el fondo estamos descubriendo que M. es un poeta encerrado en un ingeniero, al que se le escapa con demasiada frecuencia la vena romántica.
Nuestro objetivo era llegar a Padrón a comer y lo hemos conseguido, a pesar del largo receso a mitad de Camino. Nos han recomendado un restaurante que estaba bastante bien, pero en el que desentonábamos un poco: dos peregrinos sudorosos, en pantalón corto, junto a un grupo de empresarios de chaqueta y corbata que estaría cerrando una importante gestión financiera a la vez que daba cuenta de una mariscada con la que nuestros bolsillos no podían ni soñar.
Según el folleto, al dejar Padrón, “a un kilómetro de distancia, el peregrino puede hacer una pausa y descansar en el Santiaguiño do Monte” y allí nos hemos encaminado para hacer nuestra “pausa”, pero después de andar más de media hora no hemos visto ningún Santiaguiño y ningún monte y como hoy sí que el objetivo siesta era prioritario nos hemos metido debajo de unas parras a descabezarla. Nos hemos quitado las mochilas, hemos sacado la esterilla, nos hemos tumbado, hemos cerrado los ojos… momento que ha aprovechado el paisano de la casa de enfrente para ponerse a cortar leña con la sierra eléctrica. A los quince minutos hemos continuado el Camino.
Por casualidad hemos encontrado abierto el santuario de A Escravitude, porque el sacerdote iba a salir a atender un enfermo. Nos ha contado el milagro al que hace referencia el folleto sin especificar más: un hombre enfermo acompañado de su mujer y su hija, que hacía el Camino de Santiago en 1732 bebió de la fuente que nace en el interior del actual santuario, empezó a sentirse mejor y se curó, diciendo: “viva la Virgen, Madre de Dios, que me liberó de esta esclavitud”. Nosotros hemos bebido también de la fuente y le hemos pedido a la Virgen que nos libere de alguna que otra esclavitud más bien interior que nos hace perezosos y comodones.
Hemos llegado al albergue de Teo cerca de las 19.30. Es un albergue pequeño, de dos plantas, con puertas y ventanas amarillas, de reciente construcción y un pequeño porche de uralita. Estaba cerrado y nos ha extrañado que no hubiese nadie. Hemos llamado al móvil de Carlos, el alberguero, que estaba apuntado en uno de los carteles y nos ha dicho que podíamos recoger las llaves en un bar que hay a 200m. E. ha ido hasta el bar, imaginando que estarían allí el resto de peregrinos, y le han dado la llave, pero de peregrinos no quedaba rastro. Hemos entrado en el albergue, nos hemos instalado cómodamente, nos hemos dado una ducha y al cabo ha llegado Carlos, un hombre de unos 55 años que ha estado hablando un buen rato con nosotros: se le ve dolido porque antes de ayer pasaron por aquí unos peregrinos que han dejado reflejado su disgusto en el libro de firmas porque no habían conseguido cama. Pero el resto del libro de firmas, por otra parte, consiste en elogios y panegíricos de Carlos, cada cual más engrandecedor. Nos ha contado también su estancia en Madrid, cuando hizo la mili, su visita al Bernabeu, el trabajo que cuesta llevar el albergue, el deseo de que su hijo de treinta y tantos se case pronto… Como se veía que podía seguir con nosotros hasta altas horas de la madrugada le hemos dicho que íbamos a subir al bar para comprar algo de cenar y se ha despedido. Cuando tres cuartos de hora después hemos subido efectivamente al bar allí estaba el bueno de Carlos departiendo con los parroquianos.
El bar es un sitio un tanto curioso: debe de ser el único bar en unos kilómetros a la redonda y está rodeado de dos o tres casas, a las afueras de cualquier parte. El encargado es un hombre mayor, bastante parado, que habla con mucha calma, pero no se le entiende nada. Le hemos preguntado si nos podía hacer una tortilla española para cenar y se ha dirigido a la cocina para preguntarle a su mujer. Ha salido su mujer, bastante más activa y nos ha dicho que lo sentía muchísimo, pero que estaba agobiadísima y que no se podía poner a hacer nuestra tortilla. Nos han ofrecido como solución unas latas de alubias y de callos y les hemos intentado hacer ver que eran un pelín fuertes para la noche. Tampoco tenían fiambre y apenas les quedaba jamón serrano. Finalmente hemos decidido hacernos unos macarrones que había en la cocinilla del albergue y completarlos con distintas latas: mejillones, anchoas, atún. También hemos comprado un bote de tomate y otro de mayonesa, grandes porque pequeños no había, una barra de pan, unos tomates naturales, unos conguitos para el postre y unas cervezas un poco más baratas que las de Pontevedra. A cada uno de los artículos que pedíamos, el hombre del bar se quedaba unos segundos parado, sonreía, daba la vuelta y ponía con desidia el producto sobre el mostrador. De vez en cuando, si no encontraba algo, se lo preguntaba a su mujer que salía rápidamente de la cocina, nos miraba con cara de “ya lo siento, pero estoy muy agobiada” y le señalaba dónde estaba.
Hemos vuelto al albergue dispuestos a organizar la fiesta del peregrino, después de haber confirmado que éramos los únicos que habíamos llegado hasta allí, aunque las vallisoletanas aseguraron que éste era también su objetivo. E. se ha encargado de los macarrones y M. de un aperitivo y un segundo con distintos canapés de pan, mayonesa, anchoas, mejillones… Hemos entrado con tanto ímpetu que nos ha dado la sensación de que nos íbamos a quedar cortos de pan y E. ha ido al bar a por otra barra. Allí seguía el parroquiano medio borracho que antes nos contó unas cuantas aventuras que no entendimos y el tipo tranquilo que nos ha puesto al día de los resultados del Madrid, pero Carlos ya se había marchado.
Los macarrones han salido bastante aceptables y bastante abundantes. Hemos cenado como auténticos reyes, escuchando algo de música de fondo y “sólo” nos ha sobrado barra y media de pan, media lata de atún, medio bote de mayonesa… que generosamente hemos dejado para los futuros peregrinos.
Nos hemos ido a la cama, cada uno con una habitación individual de ocho literas, pensando en que mañana llegaremos, por fin, a Santiago, después de 190 km oficiales y unos cuantos más que se han escapado de las guías.

PS: Gracias a un amigo, que no ha comentado aquí, pero que me ha enviado un mensaje al móvil, he descubierto que había una errata en la entrada anteriror en el nombre del pueblo: es Caldas de Reis o Caldas de los Reyes. En plural. Mis más sinceras disculpas a los caldenses.
PS: En esta etapa también nos olvidamos de la cámara de fotos.

1 de agosto de 2004: Pontevedra-Caldas de Rey

Definitivamente el peregrino medio es bastante madrugador: no ha sido fácil distinguir entre los peregrinos juerguistas que volvieron a las 3 de la mañana y los madrugadores que salieron a las 6, cuando es imposible que se vean las flechas del Camino. De hecho, nosotros, a eso de las 10, hemos visto a unos 200 metros un zorro que parecía un lobo y que era un perro.

Cuando hemos salido del albergue ya había un grupo de peregrinos esperando, ¿desde dónde habrán salido para estar ya aquí? Una mujer de gafas estrafalarias nos ha preguntado en italiano si ése era el albergue y ante nuestra respuesta rápida y afirmativa nos ha preguntado entusiasmada si éramos italianos y nos ha dado pena desengañarla. Después, con la solidaridad propia del peregrino, les hemos dejado que entrasen en el albergue y que ya se apañase con ellos la señora que había ido a limpiar.

A la misa de 11 en el convento de san Francisco nos ha acompañado Steven que ha conseguido mantener una conversación con un gallego cerrado mientras nos ponían el sello de la Virgen Peregrina. Nos hemos despedido y hemos buscado un buen sitio para desayunar, pero no ha sido fácil. En los pocos bares que había abiertos no tenían zumo de naranja y M. que ha conseguido demostrarse que es capaz de sobrevivir sin música, que soporta sin queja las ampollas y que puede pasearse tranquilamente con sandalias y calcetines por España, todavía no ha conseguido superar lo del zumo. Así que hemos hecho un bello recorrido turístico hasta que hemos encontrado una cafetería “decente”.

Nuestra idea inicial era hacer la etapa Pontevedra-Padrón, porque según nuestras informaciones de internet eran 31 km, pero resulta que son 42 y ya el cuerpo no está para muchas florituras, por lo que hemos decidido tomárnoslo con calma, llegar hoy a Caldas de Rey, mañana a Padrón y retrasar un día nuestra llegada a Santiago, que estaba prevista para el día 2. No ha sido ésta una decisión temperamental y precipitada, sino que ya desde ayer M. se ha ido encargando de hacer sutiles alusiones a la cantidad de kilómetros, a lo mal que estamos, a lo dura que estaba siendo la etapa… y al final E. ha acabado comprendiendo que era la mejor solución.

Una vez reducida la etapa a escasos 20 km nos la hemos tomado con mucha calma, paseando más que caminando y parándonos en pequeños rincones paradisíacos, como la fuente que había a la salida de Pontevedra. Tenía un cartel que advertía de que era agua sin garantía sanitaria y estábamos a punto de pasar de largo, pero un hombre que estaba por allí nos ha dicho que era un agua buenísima y que venían del pueblo a hacer cola para recogerla. Efectivamente, mientras hemos estado allí han llegado dos coches con unas cuantas garrafas. Lástima que los de sanidad sean tan escrupulosos, porque no hemos visto en todo el camino una fuente en la que dijese que era agua potable. Además en los albergues hay un folletillo que te aconseja vivamente beber sólo de las fuentes que ofrezcan todas las garantías para que el agua no te acabe estropeando el Camino. Se ve que el Apóstol nos ha ido protegiendo, porque en Portugal nuestro lema era “el que calla otorga”, es decir, si no ponía que no era potable bebíamos sin problemas. Desde que estamos en Galicia, sin embargo, en las pocas fuentes que hemos visto, o bien no pone nada o bien pone el cartel de que no había garantía sanitaria, así que el agua de esta fuente, sin garantía sanitaria, pero fresquísima, nos ha sabido a gloria.

Otro pequeño “locus amoenus” con el que nos ha sorprendido el Camino ha sido un pequeño arroyuelo que lo atravesaba de un lado a otro. Bastaba con dar un paso para cruzarlo, pero ha sido más que suficiente para descalzarnos y sentir correr el agua fresca por los maltrechos pies. Mientras estábamos allí han pasado tres señoras que tenían pinta de pseudoperegrinas porque no llevaban ningún tipo de mochila.

El tomarnos el día con tanta calma ha tenido como consecuencia que hayamos caído en un par de trampas del peregrino… A las 16.00, una vez más alejados de la civilización, hemos visto un cartel de un restaurante que ofrecía menú de peregrino, pero que se desviaba del Camino 500m. Después de dudar, como la distancia de hoy nos parece excesivamente corta, hemos decidido acercarnos hasta allí… Ya nos gustaría conocer quién es el hábil que va midiendo los metros tan alegremente. Encima el cartel no avisaba para nada de la pendiente del 20% que había que subir. Ya en el restaurante, como es domingo, resulta que no hay menú del peregrino y que tenemos que conformarnos con lo que haya, porque no son horas. Pero no nos ha venido del todo mal, porque de esta forma hemos podido, obligados por las circunstancias, darnos un pequeño homenaje: pulpo a la gallega y cordero. Después de comer nos han indicado por dónde podíamos retomar el Camino para no desandar lo andado y nosotros, ingenuos, les hemos hecho caso: se ve que van engañando a todos los peregrinos que pasan por allí: “bajáis por la carretera y al pasar una ermita a la derecha”… y luego ¿qué? Pero, claro, ningún peregrino ha tenido después ganas de volver al restaurante y decirles que sus indicaciones son incompletas. Tras unos minutos de duda, hemos seguido una carreterilla que iba justo en dirección contraria a dónde veníamos y al subir a una loma hemos visto las apreciadas flechas amarillas.

Íbamos una vez más en busca del sitio apropiado para la siesta, pero el Camino no daba muchas opciones pues pasaba junto a una carretera en construcción y los pocos sitios donde había sombra eran demasiado selváticos. Como nos habían hablado de las bonitas cascadas de Barro, de las que también hay una foto en el folleto editado por la Xunta, hemos decidido posponer la siesta hasta llegar allí, para lo que había que desviarse unos cuantos cientos de metros del Camino… Y ésa ha sido la segunda trampa en la que hemos caído. Según nos acercábamos nos iba escamando la cantidad de coches aparcados en fila en una carretera estrecha y que hubiera un par de personas vendiendo cupones. Como era de esperar, cuando hemos llegado al sitio hemos visto a todos los pasajeros de los coches, apelmazados a la ribera del río, en un chiringuito que le quitaba todo el encanto al lugar, o bañándose en las cascadas, convertidas en piscina municipal. Hemos renunciado a la siesta, hemos llenado la cantimplora en una piedra que hacía las veces de fuente por la que resbalaba el agua y hemos reemprendido el Camino asegurándole hipócritamente a la vieja que vendía chucherías a la entrada que es un lugar paradisíaco.

El Camino proseguía por la carretera, de la que se apartaba de vez en cuando para dar un rodeo por algún pueblo, hasta que hemos llegado a Caldas de Reis cerca de las 20.30 de la tarde. En Caldas el albergue de peregrinos no es de la Xunta, sino que es parte de la casa parroquial que el sacerdote ha cedido para atención a peregrinos. Eso sí, cuando hemos llegado nos ha dejado muy claritas las reglas: es para peregrinos, no para turistas; a las 22.00 se cierra hayas llegado o no; a las 8.00 hay que dejarlo libre… Da la impresión de que ha debido tener alguna mala experiencia, pero después ha suavizado el tono cuando ha visto que teníamos caras de buenas personas y, además, nos ha dejado la habitación para minusválidos, que es una habitación inmensa para nosotros solos con un par de literas y un Marca de hace tres días que nos ha valido para actualizarnos un poco. En la revisión física M. se ha encontrado una nueva ampolla bajo el dedo gordo, producida por las sandalias, pero llega un momento en el que ya no sabes realmente qué es lo que te duele y tanta ampolla te puede hacer olvidar, por ejemplo, la contractura de la espalda o el tirón del muslo.

Hemos salido a comprar unos bocadillos para cenarlos después en el albergue (cualquiera arriesga) y nos hemos acercado a la famosa fuente de aguas termales que da nombre al pueblo (Caldas<cálidas). Es una fuente normal, con un par de chorros, de los que mana agua casi hirviendo que se va acumulando en un receptáculo de piedra que sirve a la vez de banco. No era fácil mantener el pie dentro del agua más de cinco segundos, hasta que M. ha retado a E. para ver quién aguantaba más y entonces hemos conseguido estar varios minutos y todavía seguiríamos allí si M. no hubiese decidido sacar el pie. Junto a la fuente estaban también las peregrinas vallisoletanas que nos encontramos ayer en el albergue y nos han puesto al día con respecto a los demás peregrinos: el andaluz es el peregrino madrugador por excelencia, los belgas siguen avanzando como sombras y los peregrinos juerguistas han sufrido hoy las consecuencias de la etapa “nocturna” de ayer y tampoco les ha importado mucho que el sacerdote no les deje ni moverse.

Hemos despachado ya en el albergue los dos buenos bocadillos, echando de menos la mayonesa, que hemos encontrado en la bolsa cuando ya no nos quedaban ni las migas. Después, como cada noche, hemos encendido los móviles para ver si alguien del mundo exterior se había intentado poner en contacto con nosotros y E. ha recibido la llamada de sus padres que empezaban hoy sus vacaciones en Galicia y que habían tenido el detalle de acercarse a Barcelos a recoger a Braulio (el coche de E.), pero se han llevado un buen susto, porque cuando han ido al parque de bomberos no lo han visto por ningún lado. Resulta que el coche lo dejamos en el parque de bomberos… de Barcelinhos, que era el pueblo al otro lado del puente.

PS: Ya se ve que en esta etapa íbamos tan echos polvo que no hicimos ni fotos. Esta es de paisaje sin más (y sin menos):

Ya está aquí el duodécimo

Se lo ha pensado. Se ve que se estaba muy a gusto allí dentro. Pero el final no le ha quedado más remedio y ha salido dispuesto a enfrentarse con el mundo: hoy ha nacido David, que hace el número doce de mi sobrinería (suerte de tener muchos hermanos).
Y, aunque ya sean doce, uno no acaba nunca de acostumbrarse a la alegría de la vida, al alborozo del primer llanto, al juego de adivinar a quién se parece, a la adjudicación de carácter y belleza: qué tranquilo que es, qué guapo, con lo feos que suelen ser todos los recién nacidos…
Mi cuñada G es la que ha acertado el día, pero ha fallado el peso y se quedará sin la paletilla de jamón que estaba en juego. En la hoja sujetada por imanes de la puerta de la nevera habíamos empezado a tachar a los que se iban equivocando: 13 de septiembre, 14… Yo me he quedado bastante lejos porque puse el 25. En fin, a finales de enero espero tener más suerte.
Claro, que el trabajo también se me va acumulando. Ya conté en otra ocasión que cuando nació el primero de mis sobrinos (hace cinco años y no cuatro como ponía entonces) tuve la feliz idea de escribir una poesía… y seguí escribiendo poesías con cada uno de los nuevos sobrinos, hasta que llegó J, que me pilló en plena oposición y con la musa de vacaciones… En algún comentario a aquella entrada alguien me pedía que pusiese aquí una de aquellas poesías para hacerse una idea de cómo se podía escribir poesías a un recién nacido, pero yo me hice ojos sordos y pasé de largo, como si no hubiese leído nada. Y es que, en un primer momento, pensé en colgar aquí alguna, pero al releerlas me parecieron, además de malas, un tanto cursis, más de leer por casa y no con extraños y no me atreví a ponerlas. De todas formas, se ve que a las madres les gustan y tendré que ponerme al día.
También intenté, desde el primer sobrino, irles inculcando a todos el amor por las lenguas clásicas y traté de hacerles aprender a cada uno una declinación latina. Pero sólo coseché fracasos y algún consul, consul, consulem de vez en cuando. Mi mayor éxito fue con G, al que enseñé el amo amas amat amamus amatis amant y, con sus dos años, se le quedó muy grabado, no sé bien por qué, lo de amatis, de forma que cuando yo empezaba con amo él seguía con amatis. Así que yo decía a toda velocidad amoamasamatamamus… y él continuaba con su amatis y quedaba la mar de Cicerón.
Con David ya se me han acabado las conjugaciones y quizá tenga que empezar con el griego…
Aquí están las once joyas la última vez que conseguimos reunirnos todos (ya quisiera la familia real tener tantos fotógrafos):

Un paréntesis en el Camino y unas lágrimas tontas

Después de tanto peregrinaje, y un tanto agotado de tanto recuerdo, vuelvo al hoy más inmediato. Mañana empiezan las clases en el Instituto. Bueno, más que las clases es la presentación: se dan horarios, se hacen buenos propósitos, se recuerdan las normas básicas de conducta… y se va uno concienciando para el lunes.
De todas formas, ya hoy ha habido bastante ambiente en el Instituto, porque se exponían las listas y cada uno sabía en qué clase le iba a tocar. No sé cómo lo harán en otros lugares, pero aquí, al pasar de curso hay que reestructurar todo un poco y uno puede acabar con gente muy distinta. Así que en seguida el patio se ha llenado de barullo, gritos de júbilo y alguna que otra lagrimilla o incluso lagrimona.
Por ejemplo A (que espero que no se me enfade mucho por contar esto aquí), una de las alumnas más felices que conozco, ha visto que estaba en una clase en la que no coincidía prácticamente con nadie del año pasado, ni siquiera con su amiga del alma y su primera reacción ha sido, como siempre, una sonrisa. Pero después a C, su amiga del alma (espero que tampoco se me enfade), le ha ido entrando poco a poco la llorera y se le han empezado a escapar lágrimas y creo que ya he contado en alguna ocasión lo contagiosas que son las lágrimas en estas edades. Pocos minutos después me he encontrado a A llorando desconsoladamente, como no la había visto en mi vida, sin embargo a C ya se le había pasado el sofoco y se habían intercambiado el papel de consoladoras.
De pronto, C, que ya había dejado de llorar, ha dicho que ella también podría volver a llorar y le ha bastado medio minuto y unos cuantos pensamientos tristes para derramar otra tanda de lágrimas.
Son lágrimas tontas, qué duda cabe, porque después descubrirán que su clase es mucho más maravillosa de lo que se pensaban y conocerán gente que se convertirá tal vez en sus mejores amigos y amigas (de hecho, A y C no se conocían apenas el año pasado cuando coincidieron en clase). Decía que son lágrimas tontas, pero me han llenado de una tremenda ternura porque quizá no sean tan tontas: son una forma de decir a los demás todo lo que nos importan, son las lágrimas que provoca la separación, aunque esa separación sólo sea un tabique o un pasillo y a mí me ha dado vergüenza no ser capaz de llorar, a pesar de que no voy a tener a casi ningún alumno del año pasado y eso me da una pena terrible. Claro que si siguiese con los alumnos del año pasado cómo me iba la vida a sorprender con todos los nuevos alumnos que descubriré este año y de los que tanto espero aprender (y enseñarles algo, en la medida en que se dejen).

31 de julio de 2004: Porriño-Pontevedra

Hoy nos esperaba otra etapa larga, 35 km, y hemos madrugado… aunque no tanto como los peregrinos madrugadores porque hemos sido prácticamente los últimos en abandonar el albergue. Hemos desayunado en la cafetería de la Estación y M. todavía medio dormido ha estado a punto de dejarse olvidada la riñonera en la que lleva los dineros, la cámara de fotos, la documentación… Quizá estaba muy preocupado por su apariencia externa: hoy ha decidido ir en sandalias, pero con calcetines, cosa que daña del todo su sentido estético y que todavía se habría podido permitir en Portugal, como extranjero estrafalario, pero en España, con la posibilidad de encontrarnos a algún conocido en cualquier momento…
De Portugal a aquí el Camino se ha ido haciendo más feo, pero mucho más organizado: aparte de los albergues, cada cierto tiempo encontramos mojones con la distancia kilométrica que nos queda, además con bastante exactitud, porque son carteles del tipo 98,734. Lo que sí echamos de menos son las fuentes, pues apenas hemos visto alguna desde que salimos de Tuy.
Al llegar a Redondela hemos divisado, a lo lejos, por fin, a dos peregrinos andando, a los que hemos dado alcance en el albergue: son la pareja de peregrinos catalanes que nos encontramos ayer en el albergue de Porriño. Les hemos pedido consejo sobre las ampollas. El chico es un experto y nos ha hablado del viejo truco de la aguja, el hilo y el betadine o de recortar una vileda para confeccionar una plantilla amortiguadora. Cuando le hemos dicho que no llevamos ni aguja, ni betadine, ni cosas parecidas se ha sorprendido y nos ha costado explicarle que nosotros sólo cargamos con las cosas necesarias e imprescindibles… como el balón de gomaespuma, la tienda de campaña o la cocinilla que E. no se decidió a dejar en el coche en el último momento por si… Y, desde luego, estamos pagando caros nuestros “porsis”: la tienda que creíamos tan necesaria tiene pinta de acabar en Santiago tan bien enfundada como el primer día; utilizar la cocinilla está bastante descartado a estas alturas, porque lo que menos apetece después de una caminata es jugar a cocineros; el balón está dando mucho juego… para lanzarnos puyas de vez en cuando; la sudadera es de todo punto inútil porque andando sudas y en el albergue no la necesitas; la capa de agua tampoco parece que vaya a abandonar el fondo de la mochila; la hamaca es una triste utopía; las pilas recargables que compramos en el Corte Inglés han resultado estar vacías y no hemos podido oír música… Los únicos “porsis” a los que hemos dado algo de utilidad son la esterilla para la siesta y el papel higiénico para eso.
Han aparecido más peregrinos que habían llegado antes que nosotros y la señora que limpiaba el albergue se ha compadecido y lo ha abierto para que entrásemos y dejásemos las cosas. Mejor dicho, para que entraran y dejaran las cosas, porque nosotros somos los únicos que vamos a seguir hasta Pontevedra.
A lo largo del Camino son muchos los momentos de silencio, las ocasiones de contemplar y de ir haciendo el camino interior, quizá por eso hoy ha sido el día de las conversaciones profundas y personales: el amor, la libertad, el sentido del dolor y el sufrimiento… tan profundas que preferimos que se queden en el fondo de nuestro corazón y que no salgan a relucir ni siquiera en este diario porque, si no, acabaría convertido en un libro filosófico de antropología.
Por la tarde hemos puesto modo contemplativo al ver la ría de Vigo desde lo alto de la montaña, el mar se ha metido en nuestros ojos como en la ría y nos hemos inmortalizado con unas fotos.


En realidad, M. va haciendo fotos a lo largo de todo el Camino con la tranquilidad que da hacerlas con una cámara digital. Al cruzar el puente de Pontosampaio hemos visto una playita de lo más tentadora, pero E., que quiere llegar pronto a Pontevedra se ha empeñado en seguir adelante. A la salida del pueblo hemos comenzado la subida del último de los montes serios que hay antes de Santiago: el Canicouva. A mitad de subida a M. le ha entrado cierta pájara, quizá por alejarse del mar sin haberlo probado, pero ha conseguido recuperarse: hay que ver lo que dan de sí sus 25 años. Hemos continuado el Camino entre historias de E.: Píramo y Tisbe, Júpiter y Calixto, Eco y Narciso… hasta que una vez más, cuando ya las fuerzas estaban demasiado justas, hemos llegado a nuestro destino: el albergue de Pontevedra, que está a la entrada de la ciudad, lo cual es muy de agradecer.
Sin ninguna duda, el peregrino más peregrino con que nos hemos encontrado hasta ahora, ha sido aquí: Steven, un canadiense, profesor de música, que dejó su trabajo, cogió sus ahorros, su bicicleta y una especie de viola y se marchó a Londres, desde donde empezó el Camino, recorriendo después toda Francia hasta llegar a España. En Pamplona, en pleno sanfermín, su pobre corazón canadiense sufrió demasiado y siguió haciendo el Camino del Norte. Había conocido a otros madrileños que habían ampliado su vocabulario: “joder, macho, suputamadre…”. La semana pasada llegó a Santiago, justo para las fiestas, y ahora continuaba su camino hacia Portugal con idea de llegar hasta Marruecos. Nos ha dado su correo electrónico y ha prometido avisarnos cuando pase por Madrid.
A las 20.30 ha llegado al albergue un tipo de la Cruz Roja, desampollador, para atender a los peregrinos que lo hubiesen solicitado, M, entre ellos… Las señoras cuarentonas a las que ha atendido no han acabado muy convencidas de que hubiese dedicado a tres chicas jóvenes veinte minutos a cada una, masajes incluidos, y a ellas las hubiese despachado a los cinco minutos. A M. le ha puesto unas tiritas que se le han caído según salía por la puerta.
También hemos conocido a otro tipo de peregrinos: el peregrino juerguista. Tres chicas y un chico de Valencia que van de albergue en albergue, dedican la noche a “visitar” la ciudad, andan de mañana y duermen de tarde. Como el albergue se cierra a las diez entrarán por la ventana cuando vuelvan. Hay además un par de belgas que deambulan como sombras y no se relacionan con nadie, un andaluz mayor, unas chicas-señoras de Valladolid y dos o tres chicas extranjeras, a parte de un japonés y una japonesa que hacen un plan parecido al de Steven.
Cuando todo el mundo (salvo los juerguistas) estaba acostado hemos hecho uso de otro “porsi”: la baraja de cartas. M. ha “barrido” en una partida a la escoba, amenizada por las canciones de Steven y por un par de cervezas que nos han salido por un ojo de la cara (1,50€ el bote calentorro, por un error en la apreciación de los precios).

30 de julio de 2004: Tuy-Porriño

E. se ha levantado a las 9.00 y ha salido en busca de misa para evitar luego agonías, mientras que M. se ha quedado recuperando un poco más. Después de la misa E. ha sellado las dos credenciales en la catedral y se ha acercado al albergue, justo cuando abría la alberguesa que le ha confirmado que las llamadas que hicimos ayer por la tarde al número de teléfono del albergue que aparecía en la guía eran totalmente inútiles, porque no hay teléfono. Así, por la mañana, se ve que es buena persona, a pesar de que dejó muy claro a los doce peregrinos que durmieron en el albergue que no abriesen a nadie y los muy peregrinos lo cumplieron a rajatabla.
Ya de vuelta al hostal, E. se ha encontrado a M. en la calle, subiéndose por las paredes, porque se ha levantado poco después y lleva una hora esperando. Claro, que tampoco ha perdido el tiempo: se ha comprado calcetines nuevos y unos parches para las ampollas. Hemos recogido los bártulos, hemos desayunado donde ayer cenamos tan bien y hemos decidido acercarnos al centro de salud para ver si pueden hacer algo con los pies de M.
Al ir a preguntar cómo se llegaba, hemos visto a Cristina, esta vez vestida de policía auténtica, que nos ha acompañado hasta la misma puerta del ambulatorio y como allí iban a tardar en atendernos y M. tiene Adeslas nos ha llevado hasta una clínica privada. Durante el camino ha ido por supuesto desfaciendo todo tipo de entuertos: aplacar la ira de un conductor por un coche mal aparcado, no poner una multa porque se “ha olvidado” el bloc, indicar a una ambulancia por dónde tenía que ir… incluso ha subido con nosotros en ascensor y hasta que no ha visto que nos atendían no se ha marchado. También le escribiremos una postal cuando lleguemos a Santiago… si es que llegamos.
El médico le ha reconocido a M. que la ampollología no es su fuerte, le ha puesto un par de esparadrapos y le ha recomendado que ande con sandalias. M. empieza a ser un retablo de dolores y una auténtica estampa del peregrino: escoceduras, tirones, ampollas, quemaduras solares…
El Camino ha transcurrido tranquilo y apacible hasta el ponte das Febres. Hemos recargado vitaminas con unas piezas de fruta y, después de leer en la guía de la Xunta (mucho más completa que el Din A3 portugués) “aquí se presentan dos opciones: continuar el camino que surge frente al puente, de difícil tránsito en invierno, o tomar el de la izquierda, dando un pequeño rodeo”, nos hemos decidido, acostumbrados a los caminos imposibles, por el de difícil tránsito, con el pequeño inconveniente de que éste no estaba señalizado y al final no hemos evitado un “pequeño rodeo”, sino que lo hemos hecho más amplio.
Como la hora de comer, para no perder la costumbre, se nos echaba encima, tras preguntar a un paisano nos hemos acercado a una casa en la que venden algún material fungible. Hemos comprado la materia prima necesaria para hacernos un bocadillo: jamón serrano, tomate, queso… y la señora, muy amable, nos ha dado incluso un chorrito de aceite y una pizca de sal. Ya comidos hemos reemprendido la marcha con la mente fija en un “locus amoenus” porque hoy no estábamos dispuestos a prescindir del sueño reparador que facilita la digestión. Al poco hemos encontrado una praderilla sombreada, cerca de un río, un “locus” bastante “amoenus” si no fuese por el pestilente olor que a rachas llega del río Louro.
Antes de la siesta hemos pegado un par de patadas (y sólo un par) a aquel balón de gomaespuma que nos iba a dar tanto juego… Tras la siesta reparadora ha llegado uno de los momentos más increíbles del Camino, unos paisajes totalmente inesperados y sorprendentes: una recta de unos tres kilómetros flanqueada por fábricas y distintas empresas del polígono industrial de Las Gándaras, con camiones para todos los gustos que nos han volado los sombreros varias veces.

Pero no hay etapa que no se acabe, ni polígono industrial infinito y hemos llegado a Porriño a eso de las 19.00 y tampoco hoy hemos visto peregrinos andando, a pesar de que esperábamos que a partir de Tuy hubiese aglomeraciones. De todas formas es cuestión de esperar, porque esta mañana nos han dicho en Tuy que les llegarían hoy 700 peregrinos y mañana 2.000 porque el día 5 es el encuentro europeo de la juventud en Santiago.
En el albergue nos han recibido dos chicas simpáticas y sonrientes. Una de ellas, Vossana (¿?), es una chica polaca que lleva nueve meses en España con una beca, gran conocedora de Antonio Palacios (un arquitecto que ha hecho los principales monumentos de Porriño y alguno que otro en Madrid… nosotros sin saberlo), está acabando veterinaria y ha estado este último mes atendiendo el albergue como voluntaria (precisamente hoy es su último día). Tanto dato es consecuencia de que M., que ha llegado hablador, ha quedado con ella, aunque diga después que no recuerda haberlo hecho, para que nos lleve a algún sitio a cenar.
Después de la cena, ya de vuelta en el albergue, hemos visto que existen más peregrinos, como una pareja de catalanes que ha decidido dormir en la sala de estar porque hay un peregrino roncador, cosa que hemos comprobado al subir a la habitación y hemos decidido trasladarnos a la de minusválidos, en vista de que no iba a ser utilizada por nadie.
Ya hemos hecho la mitad de los kilómetros y en los días que llevamos no hemos visto peregrinos en movimiento, pero es increíble la cantidad de gente buena, agradable, simpática o dulce (como Vossana en opinión de M…) con que nos hemos ido encontrando, aunque no todos puedan tener un lugar en este diario; por ejemplo, los innumerables benefactores que nos van rellenando la cantimplora.

Nuevas caras

Después de un mes viviendo como si todavía estuviese en pleno siglo veinte, vuelvo de nuevo a mi rinconcito de la red. Mi idea era seguir con el relato del Camino (que creo que no interesa mucho, pero que me sirve para no devanarme los sesos escribiendo algo nuevo y para volver a recorrer yo ese camino), pero esta mañana he vuelto a pasarme por el Instituto y no puedo por menos que reseñarlo, no porque haya ocurrido nada especial, sino porque ha tenido el encanto de la vuelta a la cotidianidad, pero con todas las caras mucho más sonrientes, incluso las de los alumnos que venían a examinarse.
Mis exámenes son mañana, pero a casi todos los que he preguntado hoy sobre cómo les habían salido los exámenes me han puesto una cara de «qué te voy a contar que tú no sepas» que me hace temerme lo peor. Eso sí, por lo menos tenían la delicadeza de decirme que el de lengua sí que lo tienen preparado. Y uno se queda más tranquilo…
También ha sido momento de reencuentro con compañeros, con la intensidad que da saber que algunos pasado mañana dejarán de ser compañeros, aunque no dejarán de ser amigos. Da rabia y pena que se vayan, porque prácticamente todos los que empezamos aquí el año pasado queríamos repetir. Y hemos llegado a la conclusión de que alguien se ha ido de la lengua, porque hasta ahora este Instituto no estaba muy bien considerado y la gente no lo quería ver ni en pintura. Sospechamos de los camareros del bar donde vamos a tomar unas cervezas los viernes: seguro que tienen algún cuñado, profesor de instituto, al que le han dicho: «el instituto no sé qué tal estará, pero desde luego los profes se lo pasan en grande». Claro, que lo mismo la culpa la tengo yo por escribir aquí este tipo de cosas.
Hoy ya ha aparecido alguna que otra cara nueva: «Yo Fulanito, de Historia», «Pues yo Menganito, de Lengua, encantado»… y haciendo cuentas esta escena se repetirá casi veinte veces a lo largo de los próximos días y uno desea sinceramente que tanto cambio no suponga a su vez una transformación en el ambiente que tuvimos el año pasado y prepara, por si las moscas, sus mejores sonrisas.
Y entre charlas, risas, cafés, bromas, cervezas y coca-colas nos han dado más de las tres y media en nuestro lugar habitual de reunión para estos casos. Y así, entre nosotros, muy bajito para no herir susceptibilidades, decíamos que qué cortas habían sido las vacaciones y hacíamos reflexiones profundas sobre la fugacidad del tiempo…
Y tan fugaz: mañana otra vez corrigiendo.