La vida es una cadena

Sé que mis partidos de fútbol están contados… Por lo menos eso es lo que parece a juzgar por lo que ocurre a mi alrededor: sigo disputando varios partidos por semana, pero cada vez son más numerosas las ocasiones en las que soy el jugador más veterano sobre el terreno de juego. Y eso me hace suponer que más pronto que tarde tendré que colgar las botas, aunque mientras el cuerpo aguante me seguiré arrastrando por las pachanguitas con los amigos, y si hace falta pondré yo el balón para que me dejen jugar.

Sin embargo, he empezado a buscar un deporte de sustitución: para el tenis me parece que llego tarde, porque requiere de una técnica depurada que, como los idiomas, se aprende mejor de joven; el paddle es más asequible, pero las veces que lo he jugado me he sentido culpable por ser el punto débil de la pareja y ver cómo mi compañero acaba optando por ir a devolver las bolas que van hacia mi esquina; el baloncesto tiene un balón demasiado grande y una canasta demasiado pequeña… Así que, al final, me he decidido por la bicicleta de montaña y a lo largo de este curso he salido unas cuantas veces.

Por eso, este verano me animé y me llevé la bici a Granada y he hecho algunas excursiones lo suficientemente duras como para haberme arrepentido en algún momento de haber ido y lo suficientemente asequibles para volver a salir días después. Una de esas excursiones fue por una pista que va hacia el Trevenque, el rey de la baja montaña granadina.

Llevábamos ya unos veinte kilómetros de subida casi continua cuando en la última cuesta los rodamientos de mi bici decidieron solidarizarse conmigo y decir «hasta aquí hemos llegado». En realidad, no era la última cuesta, pero fue la última porque no se podía seguir con la bici en aquellas condiciones. El problema es que quedaban, por lo menos, otros veinte kilómetros de vuelta… Afortunadamente, dio la casualidad (prefiero llamarlo divina providencia) de que nos encontramos en aquella pista perdida entre los montes a Mauro y Paloma con su hijo de tres años que habían decidido coger el coche y explorar esa parte de la sierra sin tener muy claro dónde acabarían… y sin saber que iban a acabar en el sitio exacto para poder echarnos una mano.

Metimos como se pudo la bicicleta en el maletero que tuvimos que atar con un gancho para dejarlo medio cerrado y me bajaron hasta el pueblo, mientras los demás volvían al punto de partida, a través de 20 agradecidos kilómetros de bajada. Aunque el realmente agradecido fui yo, porque es muy de agradecer que alguien se preste a terminar su excursión y llenar el coche de polvo para llevar a un perfecto desconocido hasta un pueblo perdido. Me dejaron a la entrada del pueblo y sacamos la bici del coche, pero se les olvidó en el manillar el gancho con el que habíamos cerrado el maletero.

Como más o menos me habían indicado por dónde quedaban las casas rurales en las que estaban veraneando, cuando mis amigos vinieron a recogerme, decidimos volver a buscarles para devolverles el gancho y, de paso, darles unos euros con los que lavar el coche que había quedado más que empolvado… Encontré a Mauro después de un rato de búsqueda y le devolví el gancho, pero se negó en rotundo a aceptar el dinero. «La vida es una cadena», me dijo, e igual que él me había recogido a mí, a él le habían recogido hacía ya un tiempo después de darse un buen golpe con su bicicleta. Y ahora soy yo el que ha quedado con deuda de agradecimiento y mientras la vida me da la oportunidad de devolver el favor, aquí les escribo esto a Mauro y Paloma, aun a sabiendas de que nunca lo leerán.