Hoy muchos empezarán ya en serio las clases en los institutos de Madrid. Apostaría a que a las 8.10 se han repartido los horarios «provisionales» en más de un sitio y que todavía faltan unos cuantos profesores por asignar al centro… Y ahora, desde esa distancia que se encarga de idealizarlo todo, uno no puede por menos que echar de menos esos momentos caóticos y esa inevitable expectación ante un curso que comienza: ¿Serán buenos los grupos que me han tocado? ¿Tendré libre el viernes a última hora? ¿Me quedarán muchos huecos?… Son algunas de las preguntas inevitables que le vienen a más de un profesor a la cabeza, aunque sepa que esas no son las mejores preguntas y que poner todas las esperanzas del nuevo curso en no tener clase el viernes a última hora es una mala forma de empezarlo.
Qué fácil es pontificar desde la distancia… Y qué nostalgia de ese primer día de clase, qué vacío en mi cabeza al no tener ninguna lista de alumnos que aprenderme de memoria y qué de recuerdos agolpados y entremezclados de diecisiete años con sus correspondientes primeros días de clase.
Pero, de momento, sigo en Pamplona un curso más y eso se nota, por ejemplo, en que cuando vuelvo de la biblioteca a casa ya suelo ir saludando a gente conocida (a algunos también que no conozco, pero que, por un instante, me resultaron familiares, y entonces continúo la marcha haciendo gestos con la cabeza, como si tuviese un tic nervioso). Es muy probable que sea mi último curso aquí y yo también empiezo con el deseo de aprovecharlo al máximo y de dedicar todas las horas posibles a estudiar al bueno de Nono de Panópolis, sobre quien estoy haciendo la tesis. Pero de eso ya hablaré en otra ocasión, que solo venía aquí para desear un buen comienzo de curso a antiguos compañeros (y a antiguos alumnos)… Y llenarme de la repetitiva nostalgia de comenzar un nuevo año fuera de las aulas, sin alumnos a los que «amedrentar» y sorprender.