De vez en cuando, no con tanta frecuencia como se pueda imaginar, pero con más de la que sería deseable, estás tranquilamente dando clase y, de pronto, desde fuera alguien pega un patadón a la puerta que hace retumbar el edificio. Creo que todas las veces que me ha pasado este año ha sido mientras estaba dando clase en la 111, que es un aula de la primera planta, pegada a la escalera. Lo normal es que haga caso omiso del portazo y siga explicando como si no hubiese pasado nada, aunque la pizarra haya estado a punto de irse al suelo y más de cinco hayan soltado un grito de terror.
Es una triste gracia la del portazo, porque tienes que salir corriendo y no ves la cara que se le pone al profesor y a los alumnos, ni sabes qué efectos ha tenido tu ingeniosa idea.
Pero ayer el patadón me sorprendió cuando estaba revisando los deberes por las mesas y estaba más cerca de la puerta de lo que ocurre cuando estoy explicando. No me lo pensé mucho y salí de clase dispuesto a descubrir al futbolista frustrado. Como acabo de leer una novela policiaca, en lugar de bajar por las escaleras, que sería lo lógico, subí, pensando que en realidad lo lógico es que el pateador piense que lo lógico es bajarlas y, por tanto, las suba. Encontré en la segunda planta a un par de alumnos que habían sido expulsados de clase y que aseguraron que ellos no habían sido (y les creí porque he leído una novela policiaca y supe al instante que eran inocentes), pero me dijeron que habían visto pasar por allí a un chaval a toda velocidad. Seguí el recorrido previsible del sospechoso y cuando me crucé en la planta baja con la señora de la limpieza le pregunté si había visto pasar a alguien. Y sí, lo había visto. Y sí, tenía todas las papeletas de ser el pateador.
Volví a clase pensando que Leo Caldas tendrá que contar conmigo en su próximo caso y continué la clase como si no la hubiese dejado. Pero sin dejar de hacerme la misma pregunta que se hacía C: «Pero, ¿para qué da un golpe a la puerta? No lo entiendo». Yo tampoco.