Más despedidas

El viernes salió la resolución definitiva del concurso de traslados de profesores y resulta que el que me voy ahora soy yo.

Para el que no esté muy metido en el mundo del profesor de Instituto hago un pequeño inciso: tú apruebas tu oposición y consigues una plaza, pero tardan unos años en asignarte el destino definitivo. Mientras tanto, eres funcionario en expectativa de destino y cada curso tienes que rellenar una lista con unos doscientos centros para que te asignen alguno. Van asignando institutos a los funcionarios que más puntos tienen y esos puntos se consiguen por experiencia docente (es decir, por llevar tiempo de funcionario en expectativa), por cursos de formación, por el doctorado y por alguna que otra cosa más. Entre esas cosas más a mí me dieron 0,1 puntos por méritos artísticos… y resulta que gracias a (o por culpa de) ese 0,1 me han asignado el destino definitivo, al que de entrada no puedo renunciar y en el que tengo que permanecer al menos dos años antes de volver a concursar para que me envíen a otro lado.

Soy el último profesor de la lista de Lengua Castellana y Literatura al que le han asignado destino definitivo y me mandan a San Martín de la Vega… Sabía que este momento tenía que llegar y puestos a elegir es mejor pronto que tarde (tan sólo he estado tres años en expectativa, mientras en otras asignaturas hay quien se pasa más de quince), pero eso no quita para que me duela en lo más hondo dejar Valdebernardo. Además, no recuerdo que entre la lista de los 280 centros que puse se encontrase el IES Anselmo Lorenzo.

Y no es por la media hora más de camino que me supone, sino por todo lo que queda aquí. El otro día hablaba de la despedida de los de segundo de bachillerato y ahora me doy cuenta de que las despedidas también son muy distintas según el lado en el que se esté y es muy distinto el nudo en el estómago: si eres de los que te quedas, en el fondo contigo se quedan muchas cosas, muchos alumnos, muchos amigos… pero si eres de los que te vas, resulta que de pronto todo se vuelve nuevo y quizá difícil.

He tenido la tremenda suerte de pasar los tres años de expectativa en Valdebernardo y han sido años inolvidables, desde mi 1ºE hasta mi 4ºB, pasando por mi 4ºA, claro. Y no sólo los cursos de los que he sido tutor me han dejado profunda huella, sino todo el instituto en su conjunto y como un torrente se agolpan los recuerdos, mientras intento asimilar que se cierra una etapa y se abre otra: las obras de teatro y sus ensayos, las risas en clase, los partidos de fútbol, las visitas al centro de esclerosis, las fotos, los viajes a Italia, los ratos de cafetería, las excursiones, los campeonatos de ajedrez, las ligas deportivas, las jornadas gastronómicas, la wiki, los festivales de fin de curso y Navidad, las tutorías con padres, los concursos, las conversaciones con alumnos y profesores, los planes piratas, las miradas asesinas… Y uno piensa en cuánto va a echar de menos a la gente del Instituto y se hace el propósito firme de volver cuanto antes, aunque quién sabe, quizá mi nuevo destino sea mucho más maravilloso de lo que me imagino y al final decida quedarme allí muchos años. En fin, uno tiene que someterse a su «destino» y me temo que es mejor hacerlo con una sonrisa que con las lágrimas por lo que queda atrás, pero he de reconocer que ya me había hecho ilusiones con seguir aquí un curso más y volver a dar clase a los alumnos que tuve en 1º e irme con ellos a Italia a pasarlo tan estupendamente como las veces anteriores. Y es que no me cabe ninguna duda de que el resumen de estos tres años bien puede ser: «me lo he pasado estupendamente con vosotros. Me alegro de haber venido». Y nos seguiremos viendo o, por lo menos, leyendo. No os quepa la menor duda.

Despedida

Las despedidas no suelen ser plato de buen gusto, pero llega un momento en que son inevitables y entonces uno se da cuenta de que a pesar de todo también tienen su lado positivo. Las despedidas nos llevan a recordar todo lo compartido, los buenos y los malos momentos… y ayudan a que prevalezcan en la memoria sólo los buenos.

Además muchas despedidas no suponen un fin, sino el comienzo de otro camino. No son sólo meta, sino también punto de partida. Lo que no quita para que se nos haga un nudo en el estómago y nos empiece a doler ya el imaginarnos cuánto nos vamos a echar de menos y uno dice «hasta luego» temiendo que en realidad esté diciendo «adiós» porque ha visto que eso es lo que les pasa a otros en situaciones semejantes.

Ayer fue la despedida de los alumnos de 2º de bachillerato del Instituto (me imagino que ni por un momento te habrás pensado que era yo quien me despedía y que no iba a volver a escribir por aquí, sólo porque haya batido últimamente mi récord de silencio bloguero) y fue una despedida emocionante, regada con no pocas lágrimas y con muchas risas.

El acto de graduación y de entrega de orlas vino precedido el viernes pasado por la cena de fin de curso. Una cena bastante numerosa porque vinieron casi todos los alumnos… y porque estuvimos también cerca de veinte profesores. Las cenas o comidas con alumnos tienen siempre un encanto especial, quizá por lo irrepetible del momento, quizá porque vienen a la cabeza tantos recuerdos, quizá porque si uno se dedica a ser profesor es para poder echarse unas risas con sus alumnos y lograr salvar las infranqueables e imaginarias distancias que separan a unos de otros. Lo mejor de tener alumnos es que se convierten en antiguos alumnos y en muchas ocasiones en amigos.

Como he dicho, a la cena fueron casi todos los alumnos y cerca de veinte profesores, lo que dice mucho a favor de los alumnos, porque ya se ve que no estábamos queriendo perderlos de vista, como de los profesores, porque ya se ve que no estaban queriendo perdernos de vista y si fuimos es porque ellos no sólo nos invitaron, sino que se empeñaron. Y no nos importó demasiado  el calor que pasamos, ni la tormenta que nos cayó a la salida, porque lo pasamos estupendamente, como todos estos años.

Los que han acabado ahora 2º de bachillerato son los primeros alumnos que tuve en la pública y, quieras que no, eso me los hace especiales. Eso y lo buena gente que son: a la mayoría ni siquiera les he dado clase, pero con unos cuantos estuve el año pasado en Italia, con todo lo que eso supone, y con otros me he cruzado tantas veces por los pasillos y hemos intercambiado tantos saludos y sonrisas, que ya es como si fuesen alumnos propios.

El acto de graduación fue también bastante emotivo y unos cuantos soltamos la lagrimita viendo el montaje de fotos… Bueno, yo no la solté, pero ganas no me faltaron.

Espero que sean capaces de cumplir sus promesas y sus buenos propósitos de seguir pasándose por el Instituto, porque ellos no se pueden ni imaginar lo que les voy a echar de menos… y vamos a dejarlo que si no acabaré soltando los cuatro tópicos que me faltan (los otros cuatro los he soltado ya, pero de corazón) y soltando las lagrimitas que me ahorré ayer.

En fin, E., aquí tienes mi versión de los hechos, tal y como me habías pedido, aunque probablemente algo más descafeinada de lo que esperabas: uno se pasa unas semanas sin escribir y se le anquilosan los dedos y las ideas.

Errareh umanum est (IV)

Desde hace un montón de tiempo, tengo abandonada una sección del blog que consistía en dar a conocer, siempre de forma anónima, algunas de las barbaridades que me iba encontrando en los exámenes. Se pueden consultar en los siguientes enlaces: Errare humanum est, Herrare umanum est (II), Errare umanum hest (III).
Para tener abandonada esa sección creo que se aunaban dos circunstancias: que gracias a mis mejores explicaciones esas barbaridades eran cada vez menos frecuentes y que me daba mucha pereza anotarlas. Aunque la cruda realidad es que he ido haciendo callo y ya no me sorprendo de nada. Afortunadamente, siempre hay algún campeón que te saca de tu acostumbramiento y consigue sorprenderte.
A lo mejor es que soy un poco tiquis-miquis y resulta que me escandalizo con cualquier cosa y estoy exagerando.
Para salir de dudas, he traído dos perlas que me he encontrado en el último examen de 4º de la ESO, con la tranquilidad de que X. e Y. me han dado permiso para publicarlas.
A continuación copio la respuesta de X. (pido disculpas si por error o vicio omito alguna falta de ortografía del original) para que trates de adivinar qué es lo que yo le estaba preguntando:

1º Estuvo el antiromanticismo que fue cuando los romanos intentaron conquistar España, 2º fue el Romanticismo cuando ya la conquistaron, 3º va la conquista de los arabes y 4º la reconquista española.

Exacto, has acertado, la pregunta era: Origen de las lenguas de España. El día que conté todo aquello, X debía de estar dormitando, o quizá la influencia del profesor de historia es mayor de la que me gustaría reconocer.
Todavía no me había repuesto del susto cuando tropecé con el examen de Y., en el que realiza una explicación nítida de la evolución del castellano:

Se cree que el antiguo origen del castellano proviene de la ocupación de pueblos germánicos como los godos y los visigodos. 2º Despues llegó la invasión romana que fusionó la lengua actual con el latín. 3º Más tarde España fue ocupada por los musulmanes de los que obtuvimos algunos vocablos, 4º Tambien hemos tomado «prestados» vocablos de idiomas como: El inglés, Francés, Alemán, etc.

Pues eso, que más claro agua y que por qué nos vamos a tener que someter a la versión oficial que ha procurado ocultar siempre que los godos fueron los primeros que pasaron por aquí.
En fin, quizá el problema sea la falta de interés, porque a quién le interesa realmente de dónde vienen las lenguas de España o cómo ha ido evolucionando el castellano. Y estos chicos, para lo que no les interesa, son muy suyos. Uno de los días estuvimos en el centro de esclerosis jugando a adivinar famosos con preguntas de sí o no; cuando Z (lo siento, Z., no me pongas esa cara, esto lo tenía que contar) agotó su tiempo y vimos que no se le ocurría ni por asomo quién era el personaje en cuestión, para darle alguna pista, le dijimos que se trataba del Presidente del Gobierno… y ante nuestra cara de asombro Z. reconoció que no tenía ni idea de quién era. Después lo justificó con un rotundo «es que a mí la política no me interesa». Claro que también es cierto que cuando llegó mi turno yo fui incapaz de adivinar el nombre de no sé qué famosilla de revista rosa y recurrí a la misma argucia de Z: «es que a mí el mundo del corazón no me interesa».

Despistes

Es normal que cuando se junta un grupo de 26 alumnos durante una semana a alguien se le olvide algo en algún sitio en algún momento, pero hay siempre unos candidatos empeñados en ganar el premio «semaolvidao».

La primera candidata fue M. Cuando estábamos en el aeropuerto de Barajas, dispuestos a realizar el embarque, de pronto se dio cuenta de que se había olvidado el carnet de identidad. Quien más quien menos revisa como treinta y cinco veces antes de salir de casa que lleva encima el DNI (volviendo a palpar una y otra vez el bolsillo en el que de sobra sabe que está). Por eso, a todos su despiste nos hizo bastante gracia… a todos menos a su padre que tuvo que volver corriendo a casa a recuperarlo. Afortunadamente en este tipo de viajes siempre se queda con la suficiente antelación en el aeropuerto para que se puedan solucionar sin mayores problemas este tipo de deslices: si el avión sale a las 12 y hay que embarcar a las 11 uno queda con los padres y los chavales a las 10 y la gente empieza a aparecer a las 9.

Otro candidato al premio «semaolvidao» fue JC. Cuando estábamos subiendo a la cúpula del Vaticano (con sus 536 escalones) se dio cuenta de que no llevaba encima la mochila.

-¿Y cuándo la viste con vida por última vez?

-Ups… Creo que me la he dejado en el escáner…

Lo normal: uno pasa por el detector de metales para acceder al Vaticano y se va tan contento, sin acordarse de que hace escasos siete segundos ha depositado su mochila en el escáner. Claro, que al que pasó detrás de JC también habría que darle un premio. Al final el premio se lo dimos a los chicos del escáner que tuvieron a bien guardar allí la mochila hasta que su dueño volvió a recogerla (me imagino que la examinarían a conciencia, porque una mochila así no puede menos que contener algún tipo secreto de bomba).

Tampoco tiene precio lo de A. Para pasar a los Museos Vaticanos nos dieron a cada uno una entrada que había que introducir en un torniquete. En los veinte metros que separan las taquillas del torniquete, A. fue capaz de perder su entrada. Le intenté explicar al tipo del torniquete el problema que teníamos con la entrada, pero éste miró a otro que nos dijo que era de todo punto imposible atravesar aquellos torniquetes sin una entrada… Pero si somos del grupo que acaba de pasar, soy el profesor, no querrán que se desperdiguen por todo el museo los chavales sin ningún tipo de control… Nada de nada: si no hay entrada, no se pasa. Asumió A. la parte de culpa que le correspondía en todo aquello y nos volvimos a las taquillas para sacar una nueva entrada. Afortunadamente el taquillero era bastante más sensato, se levantó de su silla, se dirigió a los del torniquete y, oh milagro, entramos en el Museo sin estar en posesión de la entrada. Cuando conseguimos reunirnos con el grupo apareció por fin la dichosa entrada. Se la había encontrado B. tirada en el suelo y con muy buen criterio la había recogido. Pero después no se le ocurrió pensar que si se la daba a alguno de los profesores sería más fácil encontrar al dueño.

Lo de J quizá es más explicable: era ya el último día y estábamos muy cansados. Quizá por eso después de que el vaporetto nos devolviera de Venecia y cuando ya habíamos recorrido la mitad del camino hasta donde nos esperaba el autobús cayó en la cuenta de que se había dejado en el barco la pasta que había comprado de recuerdo. Me pidió por favor por favor volver para recogerla, sabiendo que probablemente el barco ya no estaría allí. Yo, que soy un blando, le di permiso y hacia su pasta voló J, acompañado de JC (que tal vez entendía perfectamente que un despiste lo puede tener cualquiera). Al cabo del rato volvieron con las manos vacías… Pero afortunadamente, una vez más, B. con muy buen criterio, había recogido la bolsa olvidada. Pero después no se le ocurrió pensar que si se la daba a alguno de los profesores sería más fácil encontrar al dueño…

De todas formas quizá quien ha hecho más méritos propios para llevarse el «semaolvidao» ha sido V. Cuando todavía estábamos en Roma, detectó con consternación que le había desaparecido una Converse (es decir, una zapatilla de deporte de la marca Converse… lo aclaro por si lee esto algún anticuado). Detrás del «profe, me ha desaparecido» se escondía tal vez un «profe, me han quitado», pero como somos buena gente, lo primero que pensamos es que se trataba de una broma, porque puestos a llevarse las zapatillas, lo normal habría sido llevarse las dos y no sólo una, a no ser que el autor del hurto fuese cojo. Cuando después de un día la zapatilla no había aparecido, la teoría de la broma perdió fuerza y fueron apareciendo teorías cada vez más peregrinas: a lo mejor las señoras de la limpieza se la habían llevado sin querer al recoger las toallas… Pusieron patas arriba la habitación sin ningún resultado positivo, salvo el de encontrar la típica moneda de dos euros que perdió allí alguien hace un par de años.

Ya en el hotel de Montecatini, milagrosamente apareció la dichosa Converse… Todo lo que había pasado es que cada zapatilla había ido a parar a una bolsa de plástico distinta y por eso siempre faltaba una.

Lo sé, eso tampoco es para tanto, le puede pasar a cualquiera… pero es que la propia V. fue días después protagonista de una nueva desaparición. La última noche, tras hacer el ganso y correr por la playa (ya contaré otro día cómo fue la última noche, que siempre tiene un encanto especial), cuando ya nos íbamos a volver al hotel, V. se apercibió de que no tenía la cámara de fotos.

-¿La llevabas?

-Sí, seguro, estaba colgada de aquí -y nos mostró el mosquetón pequeño del que se cuelgan las fundas de cámaras de foto.

Era la última noche, en la cámara estaban las fotos de todo el viaje y nos dio un ataque de solidaridad y nos pusimos a rastrear la playa en busca de la cámara perdida. Miramos hasta en el agua, por si acaso, porque se habían metido para salpicarse con los pies. Nos distribuimos en fila para hacer una batida por la arena, fuimos hasta el lugar donde le habían hecho el bollo a G. para felicitarle por su cumpleaños, hicimos montones de fotos para ver si el flash conseguía desvelarnos el paradero de la cámara, le preguntamos a B. si había tenido el buen criterio de recoger la cámara… Todo fue en vano y cariacontecidos y fracasados regresamos al hotel… Efectivamente, allí, en su habitación, encima de la mesilla, estaba, una vez más milagrosamente, la cámara de V.