Lo sé. Esta entrada llega con casi un mes de retraso. Tan pronto escribo todos los días como estoy dos meses sin pasarme por aquí. Y el problema siempre es el mismo: me gustaría escribir sobre esto, pero a ver si mañana lo puedo hacer con más calma.
Y me hubiese gustado escribir sobre el fin de curso, que ha acabado teniendo un sabor agridulce. Y quizá la causa del retraso en actualizar el blog haya sido ese regusto amargo de la decepción. Me había involucrado en un proyecto ambicioso que se fue al traste porque era «demasiado ilusionante» (sic) y porque los prejuicios son tantas veces más poderosos que las ideas. Pero como se fue al traste, creo que lo mejor que puedo hacer es dejarlo en el trastero y no tratar de trastear con lo que pudo ser y no fue. Así que hasta aquí este breve desahogo, ya siento si un tanto enigmático para quien no está en el asunto.
Pero el fin de curso tuvo también sus grandes momentos. Sobre todo, la representación de El Inspector general, de Gogol, en el auditorio del pueblo, a cargo de mis alumnos del Taller de Teatro. Y sí, pudo ser muy mejorable, se nos olvidaron algunas cosas, se nos escuchó poco… Pero actuamos. Estuvimos encima del escenario y pusimos nuestro mejor empeño. Y al final de la representación, las lágrimas previas y los dolores de tripa porque yo no pienso actuar y se me va a olvidar todo, dieron paso a «el año que viene tenemos que repetir». Pues eso, que el año que viene tenemos que repetir, pero más y mejor.