A lo largo de mi vida (ya voy teniendo unos añitos) he asistido a la elección de tres papas: Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI. De la del primero no tengo el menor recuerdo, de la de Juan Pablo II, aunque ocurriese solo un mes después, me queda cierta nebulosa de haber escuchado algo por la radio, pero de la tercera sí que tengo un recuerdo claro porque ocurrió hace apenas ocho años (creo que tengo que empezar a mirarme eso de emplear «apenas» justo antes de «ocho años») y vi por televisión el momento en el que el nuevo papa salía a saludar a los fieles. Hasta entonces, Joseph Ratzinger era para mí poco más que un nombre con resonancias inquisitoriales.
Tenía de él la impresión que me habían transmitido los medios de comunicación y que se plasmaron en algunos titulares de los periódicos del día siguiente: «Habemus Ratzinger», «La Iglesia se enroca», «Celador del dogma», «Ala derecha del Espíritu Santo», «Un Pastor Alemán para la Iglesia»… Es decir, un tipo autoritario e intransigente, con poca capacidad para el diálogo. Casi ocho años después ya tengo una opinión propia. He leído dos de sus tres libros-entrevista con Peter Seewald, Sal de la tierra y Dios y el mundo; sus tres encíclicas, Deus est caritas, Spe salvi y Caritas in veritate; sus dos primeros libros sobre Jesús de Nazaret y multitud de homilías, mensajes y discursos, aparte de haberle podido escuchar directamente en algunas ocasiones. Y mi visión ha cambiado por completo.
Tengo la impresión de que ha sido un papa tan criticado como mal conocido. Ha dicho y ha escrito mucho, pero de todo eso ha llegado poco y a menudo troceado y descontextualizado. Muchos amigos con los que he hablado durante estos días me han manifestado su rechazo a Benedicto XVI, pero me han reconocido que no han leído absolutamente nada de lo que ha escrito. Y lo entiendo, porque con todo lo que hay que leer, uno no se pone a leer cosas que, por principio, no le interesan. Pero me duele que tan a menudo juzguemos de oídas o nos quedemos en el titular o en la gracia fácil. Cada vez que el papa ha escrito un tuit ha habido una avalancha de replicas y comentarios, más o menos ingeniosos, normalmente burlones y ofensivos.
Sin pretender hacer un análisis exhaustivo de su mensaje (doctores tiene la Iglesia), las ideas que más me han impresionado y ayudado de su magisterio son: la certeza de que la fuerza del amor es más poderosa que el mal y el sufrimiento, aunque tantas veces no lo parezca; la necesidad de la búsqueda infatigable de la verdad; la compenetración de fe y razón, que no se oponen, sino que se complementan; la preocupación por los demás y la convicción de que solo entregándose a los demás el hombre alcanza su pleno desarrollo; la hermosura de la oración que es la respuesta del hombre a un Dios que se interesa por él y que no solo le ha amado primero, sino que ha dado su vida por salvarle; la experiencia de que la fe no consiste en la adhesión a una doctrina, sino en el encuentro personal con un Dios que ha irrumpido en la historia haciéndose uno de nosotros…
Hay quien ve oscuras maquinaciones tras la renuncia del papa. Yo veo a un hombre de 85 años, exprimido como un limón, que pensó que por fin a los 78 se podría retirar a su Baviera natal para dedicarse al estudio de la teología y a la música y que asumió el cargo de papa porque veía en ello la voluntad de Dios y que ahora renuncia porque se da cuenta de que hace tiempo pasó el límite de sus fuerzas y no se ve capaz de servir a la Iglesia como papa. Entiendo su decisión, pero no puedo evitar que me duela. Le echaré de menos. Me ha ayudado a tratar de ser mejor persona y se lo agradezco de veras.
Hoy es su último día de pontificado y no puedo evitar recordar y releer las palabras de despedida que le escuché en el acto que tuvo con los voluntarios al final de la JMJ de Madrid. Palabras que me siguen golpeando:
Al volver ahora a vuestra vida ordinaria, os animo a que guardéis en vuestro corazón esta gozosa experiencia y a que crezcáis cada día más en la entrega de vosotros mismos a Dios y a los hombres. Es posible que en muchos de vosotros se haya despertado tímida o poderosamente una pregunta muy sencilla: ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Cuál es su designio sobre mi vida? ¿Me llama Cristo a seguirlo más de cerca? ¿No podría yo gastar mi vida entera en la misión de anunciar al mundo la grandeza de su amor a través del sacerdocio, la vida consagrada o el matrimonio? Si ha surgido esa inquietud, dejaos llevar por el Señor y ofreceos como voluntarios al servicio de Aquel que «no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45). Vuestra vida alcanzará una plenitud insospechada. Quizás alguno esté pensando: el papa ha venido a darnos las gracias y se va pidiendo. Sí, así es. Esta es la misión del papa, sucesor de Pedro. Y no olvidéis que Pedro, en su primera carta, recuerda a los cristianos el precio con que han sido rescatados: el de la sangre de Cristo (cf. 1P 1, 18-19). Quien valora su vida desde esta perspectiva sabe que al amor de Cristo solo se puede responder con amor, y eso es lo que os pide el papa en esta despedida: que respondáis con amor a quien por amor se ha entregado por vosotros. Gracias de nuevo y que Dios vaya siempre con vosotros.
Gracias a ti, Benedicto. Gracias, papa.