Sin nombre

Llevo unos treinta años viviendo en el mismo piso. Nos mudamos toda la familia porque no parábamos de crecer y el piso donde vivíamos seguía teniendo siempre los mismos metros. Con el cambio ganamos algo de espacio y mis padres pudieron dejar de dormir en un sofá-cama en el salón y tener una habitación para ellos donde seguir durmiendo en un sofá-cama que cuando se extendía iba de pared a pared.

El problema es que, cuando llegué a nuestra nueva casa, en un edificio de catorce pisos, era un tipo más bien tímido y por culpa de eso no fui capaz de preguntar a los vecinos cómo se llamaban… Y treinta años después tengo que confesar, para mi vergüenza, que todavía hay muchos vecinos que no sé cómo se llaman, a pesar de mantener animadas conversaciones que con frecuencia suelen ir más allá de «este tiempo está loco». Pero, claro, a estas alturas, me da mucho reparo preguntarle a alguien cuál es su nombre…

Sin embargo, el otro día descubrí que el problema no es solo mío. Salieron del ascensor X y Z, un matrimonio majo y simpático, con quienes he coincidido esta semana un par de veces. Nos saludamos, hablamos un poco y cuando ya nos despedíamos me preguntó X:

– ¿Cuál es tu nombre?

Y agradecí de veras que fuera capaz de hacerme la pregunta que yo por una tonta vergüenza no he sido capaz de hacerle hasta ahora. Y esta vez no dejé escapar la ocasión:

– ¿Y el vuestro?

– Luis y Maribel.

Y así, sin más, en un momento, creo que ha crecido más nuestra relación que en cientos de conversaciones de «vaya calor que está haciendo». Pero todavía me quedan unos cuantos vecinos para acabar de completar el puzzle de los nombres del edificio. Procuraré a partir de ahora animarme y preguntar más a quemarropa, en lugar de tratar de adivinar en qué letra viven para luego comprobar en el buzón cómo se llaman.