Hoy es el Día del Libro y todo el mundo se siente obligado a recomendar algún libro. Y a mí, habitualmente, lo que me gusta es ir a la contra y no hacer lo que hace todo el mundo, pero eso tiene el peligro de que acabas haciendo lo mismo que aquellos a los que lo que les gusta es ir a la contra y no hacer lo que hace todo el mundo (tranquilo, yo tampoco me entiendo), así que hoy he decidido dar otra vuelta de tuerca (gran libro, ya que estamos) e ir a la contra de todos los que van a la contra… y recomendar un libro.
En realidad, esta entrada quería haberla escrito hace mucho tiempo, con calma y tranquilidad, sin prisas… Como he querido escribir todas las entradas que nunca he escrito. En fin, nada mejor que aprovechar la excusa del día del libro (así, en minúsculas, para que valga para cualquier día) y hablar de un libro.
Siete años, un martes y un septiembre salió hace un año, un lunes y un abril y es el primer libro (publicado) de Julio Oliva, antes que escritor, amigo (y compañero de tantos proyectos por empezar) y por eso no es sencillo escribir sobre su libro como si no nos conociéramos. Lo más fácil es decir «libro», porque no es fácil saber si es una novela, o un conjunto de cuentos, o más bien poemas o un poco de cada o todo lo contrario. O quizá una colección de estampas impresionistas, pintadas con palabras que de cerca destrozan la sintaxis, pero que, cuando uno se aleja para contemplar el conjunto, toman forma y sugieren mucho más de lo que dicen. A veces hay personajes que se repiten, a veces lo que se repiten son las situaciones, o los años, los martes y los septiembres. Y un tú y un yo que se intercambian los papeles o acaban convertidos en él y ella. Da la impresión de que el libro tampoco tiene un principio o un final, que se puede empezar a leer por cualquier parte («Pongamos que deshacemos una novela, barajamos sus páginas, que laboriosamente uniera el editor, y amablemente el impresor, siguiendo un lógico orden de comprensión y factibilidad, si es que eso existe»). Incluso se puede empezar del revés y entonces de repente cambias de idioma y descubres que hay cosas que saben mejor en catalán o en castellano, depende de cuál sea tu revés.
Tiene el conjunto sabor a melancolía, a ternura, a amor tantas veces quebrado o quebradizo, a distancia, a cigarro, a mar, a Argentina, a Barcelona, a besos no dados. Sabe bastante a Cortazar y tal vez más a Jefferson West. Pero, sobre todo, sabe a café: intenso, amargo, estimulante…
Quizá el problema, porque todos los libros tienen algún problema, es que hay demasiadas referencias y alusiones que pueden aturdir al lector por poner en evidencia su inmensa ignorancia. Un amigo al que le dejé el libro (¡y me lo ha devuelto!) me dijo que le había gustado, pero que se notaba que el autor lo había escrito sobre todo para él. No sé, supongo que así es como se tienen que escribir los libros. De lo que no me cabe duda es de que merece la pena leerlo, mejor un martes de septiembre y con lluvia, o un jueves de abril con sol, pero siempre con un café de esos que saben mejor cuando se comparten.