De excursión

Llevo toda la semana pensando que de haber seguido en Valdebernardo ahora mismo estaría muerto de sueño y de risa después de haber vuelto del viaje de Italia con los alumnos. Espero que se lo hayan pasado estupendamente.

Y como a falta de pan, buenas son tortas, el miércoles me fui de excursión con más de cien chavales de 2º de ESO a hacer el camino Schmid desde Navacerrada a Cercedilla. A la mayor parte ni los conocía, ni me conocían porque en 2º de ESO sólo doy dos horas de MAE: «¿Pero tú eres del instituto?», «Claro, si nos abre muchos días la puerta». Sí, pero a mí me pasa lo mismo: les veo fuera del instituto y su cara no me suena de nada.

Sin embargo, como el dolor une mucho y para algunos fue una excursión terrible de esas de «quién me mandaría a mí con lo a gusto que estaría yo en casa, tengo frío, cuánto queda, no vuelvo a una excursión en mi vida, ya nos pueden poner un diez en gimnasia (sic) , ya me he caído seis veces, no puedo más»… pues nos lo pasamos en grande y al día siguiente en el Instituto ya eran muchos más los que me saludaban con una sonrisa de oreja a oreja. Y además, no todos los alumnos son de los de la queja permanente, el cigarro prohibido o la coca-cola equivocada, también los hay como M. que iba del principio al fin de la fila (y una fila de cien alumnos de 2º de la ESO puede ser realmente larga) buscando alguien a quien ayudar.

-Es que me encanta ayudar, profe.

-¿Por qué?

-No sé, es una forma de reparar por cuando no me portaba demasiado bien.

Y también la excursión te da pie para conocer mejor a algún profesor y descubrir lo pequeño que es el mundo: E. lleva a sus hijos a un colegio donde da clase J. Á., que resulta que es un antiguo alumno mío de hace ya unos cuantos años. Un alumno de los movidillos, incapaz de estarse quieto en clase, siempre montándola, siempre con una risa estruendosa y siempre con un buen carro de suspensos: seguro que ahora pone cara de serio y se empeña en que sus clases haya disciplina… Y es que detrás de ese alumno «disruptivo» se adivinaba ya un gran don de gentes y una gran capacidad de superación.

Pues eso, que me lo pasé estupendamente, pero estar allí de excursión me hizo recordar con más intensidad las aventuras por Italia, sobre todo cuando nos pusimos a dar golpes a Franklin (una pequeña pelota de gomaespuma) en un «quenocaiga» que se quedó muy lejos del récord del año pasado en la Piazza de la Sancta Croce de Florencia.

Por cierto, hoy es san Braulio, tendré que felicitar al coche y lo celebraremos con unos litros de gasolina 98.

La entrevista

El lunes pasado me hicieron una entrevista. Uno piensa que entrevistas se las hacen sólo a los famosos y de repente se encuentra respondiendo a las preguntas. Claro que algo de truco tiene. Jota, que se ve que no tiene suficiente con haber tenido un hijo, haber leído la tesis, hacer clases interdisciplinares y tener unas oposiciones a la vuelta de la esquina, está participando con algunos alumnos y profesores de su instituto en El País de los Estudiantes y resulta que para la sección de cultura y espectáculo se les ocurrió que podían incluir una buena entrevista. Los alumnos pensaron en alguien de renombre, como Guti, y Jota fue capaz de convencerles de que en lugar de Guti entrevistaran a un actor con el que él podía intentar conectar. Un tal Eduardo Ares. «¿Eduardo Ares? Pues me suena bastante», le dijo más de uno.

A Jota, por esas cosas del destino (es decir, por el concurso de traslados en el que te adjudican tu destino) ha aterrizado este año en Brunete y sus alumnos estaban dispuestos a trasladarse hasta Madrid para entrevistar al tal actor, pero como la agenda del actor está bastante repletita de todo tipo de compromisos, el día que les venía bien a ellos, a él no le venía bien. Sin embargo, como el actor no quería perder quizá una de las pocas ocasiones en que le hagan una entrevista, pensó que todo aquello era una buena excusa para quedar con su amigo y, ni corto ni perezoso, se fue con Braulio a Brunete, para comer con Jota un bocata en un parque y después responder a la entrevista tomando un café en la plaza del pueblo.

Y tal vez sea la falta de práctica, pero basta que le den al «rec» de la grabadora y la cinta empiece a andar (ya les he recomendado que en su próxima entrevista utilicen un MP3 o un móvil casi cualquiera) para que se me engole la voz, se me aturullen las ideas, se me batren las balapras y quede todo más bien sosillo. Eso sí, a pesar de todo, nos echamos nuestras buenas risas. Y también tengo que reconocer que D. y L., las entrevistadoras, se habían empapado bien del personaje que iban a entrevistar y que preguntaron de todo, y que L., el fotógrafo, hizo unas fotos fantásticas (el adjetivo, para los que le conocen, es muy «jotiano»), porque a pesar de todos los tópicos que uno está harto de oír, en los institutos hay montones de alumnos dispuestos a perderse la siesta y las tonterías que echen en la tele, para entrevistar a alguien, sólo por el mero hecho de que su profesor ha sido capaz de convencerles de que esa entrevista merece la pena.

Me lo pasé tan bien que me muero de ganas por ir a contarles cuentos algún día al instituto.

Vivir para contarlo

El miércoles pasado por la mañana, mientras iba hacia el Instituto, tuve un nuevo percance con el pobre Braulio, que lleva un año difícil, aunque esta vez no necesité la alumna de ningún X algo descerebrado, sino que me basté yo solito.

Estaba lloviendo, todavía con poca intensidad, cuando tomé la salida de la M-40 para coger la carretera que enlaza con la M-50. Es una salida que tiene primero una curva pronunciada a la derecha y luego otra más pronunciada a la izquierda. Las curvas pronunciadas pierden algo de su pronunciamento cuando uno las toma todos los días… Pero estaba lloviendo. El caso es que tomé la curva a la derecha y después la curva a la izquierda y, cuando aceleraba para salir de la curva, las ruedas traseras del coche patinaron y me sentí un poco como en los coches de choque o en los karts cuando ves que no eres tú el que domina del todo la situación.

No me dio demasiado tiempo a asustarme y tampoco iba demasiado rápido, pero me imagino que instintivamente toqué el freno, cosa que dicen los expertos que no hay que hacer en estos casos, pero a ver quién es el listo que se acuerda de eso cuando ve que un murete se le viene encima, y el coche dio con el morro en dicho murete y quedó mirando en dirección contraria. Gracias a Dios el choque fue relativamente suave y si he tardado tiempo en contarlo no es porque tuviese esguince de cervicales, sino porque a ver si mañana tengo un hueco mejor y ya lo escribo.

Venía otro coche por detrás, que debió de ver toda la maniobra y me esquivó sin problemas. De hecho me dio tiempo a levantar la mano en señal de diculpa al conductor que me venía de frente y que me puso cara de menos mal que no te has hecho nada.

Así, de primeras, parecía que el coche estaba bien y me dio no sé qué bajarme para evaluar los daños en mitad de la curva y mirando en dirección contraria. Como en ese momento no se aproximaba nadie, enderecé el coche y seguí mi camino con idea de echarme a la derecha y ver si le había pasado algo a Braulio, pero justo a la derecha había una incorporació, así que decidí continuar un poco más adelante y entonces lo que había era una salida hacia la M-45 y seguí un poco más…  A un kilómetro o dos del lugar del impacto, pude por fin detenerme en un hueco amplio del arcén y me bajé para ver si había ocurrido algo… Y la verdad es que había ocurrido menos de lo que me esperaba: el coche había girado sobre sí mismo, pero sólo me había golpeado en el frontal, que lucía un espléndido rasponazo… y la ausencia de la matrícula.

No era lugar ni tiempo de volver a recoger la matrícula y seguí hasta el Institutto, al que llegué diez minutos más tarde de lo previsto: afortunadamente, no tenía clase.

Ese mismo día, a penúltima hora tuve una guardia con 3ºC, a los que no doy ninguna clase y no conozco más que de cruzarme con ellos por los pasillos. Las horas de guardia, en las que tienes que sustituir a un profesor ausente, no acostumbran a ser muy agradables, porque los alumnos no suelen tener cosas que hacer (o por lo menos, nunca tienen ganas de hacerlas) y además no los conoces y es muy molesto tener que llamar la atención a alguien «que está sentado al fondo con el jersey de rayas». Por eso, en esos casos, lo que suelo hacer es pasar lista, despacio, muy despacio, mirando a cada cual, tratando de quedarme con su cara y con su nombre… Mientras los alumnos, sorprendidos, no acaban de saber si vas en serio o en broma, si es que eres un poco limitado para pasar lista o si te estás quedando con ellos. Una vez que acabo de pasar la lista, normalmente soy capaz de decir todos sus nombres, a veces con ayuda del comodín del público. Y es curioso, pero si eres capaz de aprenderte sus nombres, se produce una extraña conexión, un ligero desconcierto, una pequeña corriente de simpatía, momento que aprovecho, si las circunstancias son favorables, para contar alguna anécdota… y como el otro día tenía la suerte de tener una anécdota reciente, les conté el percance del pobre Braulio (más desconcierto aún, «¿pero pones nombre a un coche?») y si veo que la cosa funciona y que están receptivos, enlazo alguna otra anécdota y otra y otra, hasta que, sin darnos cuenta y más callados de lo que se hubiesen imaginado nunca en una guardia, llegamos hasta el final de la hora.

Y desde entonces, cada vez que me cruzo con ellos por el pasillo, hay alguno que me pregunta por el bueno de Braulio y sé que si un día les doy clase nos llevaremos bien, porque no hay nada como una buena anécdota y tener la suficiente suerte para salir vivo… y poder contarlo.