Cuentoterapia

El sábado por la mañana estuve en el entierro de David y por la noche tenía una función de cuentos al aire libre en un parque de Moratalaz… y la verdad es que no me apetecía absolutamente nada tener que contar, como me pasa tantas otras veces, porque me encanta contar, pero no me encanta contar siempre. Hace poco, en uno de los comentarios a una entrada pasada Lou Cai me pedía que hiciese una entrada con la contada en el colegio Los Olmos: pues aquella fue otra de las contadas que no me apetecían.
Sin embargo, lo que me ocurre casi siempre es que esas contadas a las que voy como contador llevado al matadero, son de las que después me dejan mejor sabor de boca. Como la de Los Olmos: se trataba de contar a chavales de 1º y 2º de la ESO, en plena efervescencia, a los que les salen salpullidos al oír que alguien les va a contar cuentos… a su edad. Pues me lo pasé, mejor dicho, nos lo pasamos en grande. Salvo el típico grupo de tres o cuatro «fondosureros» que no acabaron de entrar, los demás no se perdían detalle y cuando acabó la función fui yo el que me quedé con ganas de más.
Otro tanto me pasó este sábado: llegué al parque en cuestión sin saber si habría alguien para escuchar porque la contada estaba dentro de una fiesta que había empezado a eso de las seis de la tarde con distintos grupos de música y presentada por Guillermo Fesser en persona (el de Gomaespuma: lástima que se fuese antes de que yo llegara, justo cuando empezaba a hacerme a la idea de que mi salto a la fama iba a ser inevitable). Además, yo actuaba a las diez, a la misma hora que actuaba el Madrid y sé que yo no habría tenido dudas: me habría ido a ver el partido.
Sin embargo, sí quedaba gente. Según llegaba al sitio, bajó E., un alumno de mi tutoría, del autobús y se «chocó» conmigo. Puso cara de cómo es posible que ni en fin de semana me libre del profe de lengua, pero como su madre también estaba por allí y les expliqué que actuaba y que iba a contar cuentos decidieron quedarse: tendré que subir a E. un punto en el próximo examen porque me consta que es madridista convencido.
También apareció un antiguo alumno, que me había visto anunciado en un cartel de la calle, y llevó prácticamente a rastras a su novia, que acababa de salir de currar del Corte Inglés.
Durante la contada, en mitad de un cuento de humor, me vino fuerte y nítido el recuerdo de la muerte de David. No creo que el público notase nada, pero a mí ese recuerdo, en lugar de sacarme del cuento me ayudó a darme cuenta de que no puedo perder la sonrisa y creo que después de la contada me sentía bastante mejor. El público había pasado un buen rato, pero el que había salido ganando era yo, porque los cuentos son poderosos como la luz y pueden alumbrar con una sonrisa hasta los peores momentos.

Adiós, David

A veces uno escribe como si no supiese que un pobre loco ha matado a más de treinta estudiantes en Virginia o que en Bagdad mueren cien personas día sí y día también, pero de repente la
muerte llama a tu puerta o, mejor dicho, a la puerta de al lado y te derrumba la casa.

Ayer a las 22.00 recibí un confuso mensaje: David, trece años, sonrisa permantente y alma llena de granos, estaba grave. Un accidente en casa, coma profundo, ingreso en el hospital… A las 00.30 me despertaron del sueño, que entre oraciones y temores todavía no había podido conciliar, diciéndome que había fallecido.

Sientes que algo se ha derrumbado, pero no sabes muy bien qué. Ni siquiera te acuden las lágrimas a los ojos, quizá porque hace tanto de la última vez que ya no recuerdan el camino. Me vestí y bajé a la calle a esperar que me recogiesen mi hermana y mi cuñado para ir al Gregorio Marañón. Mientras esperaba, el peso
se iba haciendo más insoportable, ciertas ganas de vomitar, algunos golpes inútiles o patadas a las ruedas de los coches aparcados y una angustiosa búsqueda de recuerdos.

A David lo conocí, si no me equivoco, un verano en Galicia, cuando él apenas contaba con tres o cuatro años. Después he tratado mucho con él y con su familia y el año pasado compartimos juntos tantos planes en la asociación juvenil en la que colaboro por las tardes.

De pronto uno entiende mejor la elegía a Ramón Sijé de Miguel Hernández, que ha recitado tantas veces y los versos duelen de veras: «(…) un manotazo duro, un golpe helado,/ un hachazo invisible y homicida,/ un empujón brutal te ha derribado./ No hay extensión más grande que mi herida,/ lloro mi desventura
y sus conjuntos/ y siento más tu muerte que mi vida./ Ando sobre rastrojos de difuntos/ y sin calor de nadie y sin consuelo/ voy de mi corazón a mis asuntos./ Temprano levantó la muerte el vuelo,/ temprano madrugó la madrugada,/ temprano estás rodando por el suelo (…)». Sin embargo, a mí, a diferencia de a Miguel Hernández, me queda el recurso de la fe y rezo y protesto y me quejo y le preguntó a Dios por qué no ha hecho nada para evitar
que se corte el frágil hilo de la vida. Y me encaro con D. Pilé, un cura amigo que murió hace apenas dos semanas y al que le encomendaba el milagro. Porque creo en los milagros, aunque casi nunca se produzcan.

Ya en el hospital, mientras la familia entera, salvo la más pequeña, está reunida en alguna sala asimilando el mazazo, se mezclan muchas lágrimas y alguna sonrisa al reconocer a alguien que hacía tiempo no veíamos y entre susurros nos hacemos la estúpida pregunta de qué tal estás.

Por fin salen los padres y los seis hermanos, unos rotos, otros más enteros, y se me destroza el corazón cuando me abrazo al padre que, sereno, me agradece que haya ido y me pide que no me olvide de David y yo me pregunto cómo va a ser posible olvidarle, aunque sé que luego vendrá el tiempo y el olvido. Quizá por eso escribo esto ahora, para poder recordar.

Son cerca de las tres cuando regresamos a casa y es ya en la cama cuando, por fin, estallo en el llanto mal contenido desde tantas horas antes. De pronto recuerdo que David fue el protagonista del corto que grabamos el año pasado y con el que ganó el premio al mejor actor, recuerdo los partidos de fútbol o
paddle, las excursiones a la cabaña del pastor, las barcas del retiro, los campamentos…
Y recuerdo siempre su sonrisa. Cuando se muere alguien es como una novela que se acaba y precisamente a partir del final uno empieza a reconstruir todo el resto y a apreciar mejor cada pasaje leído. Y el pasaje más leído en David ha sido su sonrisa, su disponibilidad, su buen humor. Seguro que ha tenido muchas
meteduras de pata, pero da igual, se me han olvidado todas, como me imagino que le habrá pasado a Dios al verle llegar, tan de repente.

Esta tarde he estado en el Tanatorio de la M-30 y me he despedido de David: estaba repeinado, como a él le gustaba, y había a sus pies unas cuantas fotos familiares. Todos estamos convencidos de que él ahora está mejor, pero eso no quita para que se rompa el alma cada vez que uno piensa lo pronto que se ha ido, todo lo que hemos dejado de compartir y con David se muere también algo en cada uno de sus hermanos: complicidades, sonrisas, peleas; y algo de cada uno de sus amigos y de cuantos le hemos conocido. Su padre es capaz de decir con una sonrisa que David se va a encargar de ayudarles, que él ya está bien
colocado allá arriba… Me han dicho que cuando a la pequeña le han comunicado la terrible noticia ha respondido que ahora David será «el capitán de los ángeles». Pues espero que como capitán empiece a mandar unos cuantos refuerzos con cargamentos de sonrisas de las suyas para todos los que nos hemos quedado.

Adiós, David. Volveremos a vernos. Tú tampoco te olvides de nosotros.

Rebuscando entre antiguas copias de seguridad he encontrado el cuento que escribí precisamente en aquel verano de Galicia del que hablaba al principio y que ahora reproduzco aquí, por malo que sea:

«Cuando le arranqué la nariz, su primera reacción fue la de siempre:
David empezó a reírse, igual que cuando yo me separaba las falanges del dedo pulgar. Sin dejar de reír, con sus ojos vivarachos y alegres y su sonrisa maliciosa, acercó su mano a mi cara y me arrancó la nariz.

Hasta aquí, todo entra dentro de la normalidad, pero las cosas tomaron un cariz muy distinto cuando, no contento con lo que había hecho, se la comió. El hecho en sí no tenía mucha explicación porque acabábamos de comer y no había dado la impresión de que se quedase con hambre, y menos con un hambre de narices. Ante mi cara de horror y espanto su reacción fue la de siempre: reírse a carcajada suelta.

Tuve que ponerme serio, intentar hacerle ver que aquello no estaba bien,
devolverle su nariz y pedirle, por favor, que me devolviera la mía. Se lo
estuvo pensando un buen rato, pero por fin, conmovido por mis súplicas, vomitó la nariz. Afortunadamente se la había tomado de un trago y la nariz todavía conservaba sus rasgos esenciales, con algo de baba y bilis.

Intentó ponérmela pero le rechacé porque siempre he sido un poco escrupuloso y porque me daba en la nariz (o en lo que quedaba de ella) que ni siquiera se había lavado los dientes. Siempre igual: si no estabas detrás de él a todas horas era incapaz de hacer nada.

Miró con cierto asombro mi rechazo, que no acababa de comprender: hacía sólo un momento que le había suplicado que me devolviese la nariz y efectivamente, la había devuelto y cuando pensaba devolvérmela, yo me negabarotundamente. Puso cara de que no había quien me entendiera.

La limpiamos con cuidado con una de las servilletas y, finalmente, me la puse. Me miraba con cara un tanto extraña. Quizá la nariz, después de toda la operación había quedado bastante roja y no cuadraba muy bien con el resto. Me seguía mirando con insistencia y empecé a temerme lo peor.

No me dio tiempo a reaccionar: antes de que me diese cuenta se había vuelto a tragar la nariz sin ninguna consideración y me miraba con muchas más carcajadas que antes. Nuevo forcejeo, nueva devolución, nueva limpieza de nariz, nueva colocación… y nuevo ataque despiadado, forcejeo, devolución, limpieza… Nos pasamos un buen rato con lo mismo y yo empezaba a estar hasta las narices de aquella dinámica imparable de pseudo canibalismo. Pero tenía que pasar lo que pasó: a la sexta o séptima vez, se me hincharon las narices, mordisqueadas de
vez en cuando, frotadas a conciencia y encajadas a la fuerza. La nariz ya no se parecía en nada a ella misma hacía un rato. Lo primero en cascar fue el tabique nasal. Aquello no tenía aparente remedio.

Menos mal que a David se le ocurrió que había una tienda de narices allí mismo y fue rápidamente a comprar una nueva. Me la dio muy serio, pero en cuanto me la puse empezó de nuevo a desternillarse: era una nariz demasiado chata y que me venía un poco pequeña.

Volvió a ir a la tienda, “no, David, no, ésta es de elefante”. Fue un desfile
envidiable: aguileña, de sapo, de serpiente, de perro (me estaba más o menos bien, pero los olores eran demasiado intensos e irrespirables, sobre todo el olor a…), de niño, de bruja (casi me lo como). Por fin, por narices, trajo una adecuada aunque resultó estar constipada y tener demasiados mocos.

Cuando ya estábamos los dos hasta las narices, me trajo la mía que la había mandado a arreglar, me la puso, me prometió que ya no me la comería más y me preguntó que por qué no nos íbamos al parque, a los columpios. Le monté a caballito y salimos corriendo, procurando no darnos con la puerta en las narices.»

ME QUEDA MADRID

Después de varios intentos, parece que por fin acierto con un libro para mis alumnos de 4º de la ESO. Primero me di cuenta, tarde, de que Don Juan Tenorio está escrito en otro idioma y de muy poco valió que les contara parte del argumento o que destrozásemos varios versos leyéndolos en clase. Después resultó que El sombrero de tres picos es demasiado lioso… Fue entonces cuando decidí buscar otros caminos para aficionarles a la lectura y probé con El pequeño Nicolás, de Sempè y Goscinny, y aunque les gustó algo, tiene el inconveniente de que en la biblioteca del barrio está dentro de los libros infantiles y, sin querer, herí su orgullo.
Ahora parece que por fin he encontrado un libro que les ha enganchado: Me queda Madrid, de Santiago Herraiz, un libro bastante desconocido, publicado por Editex, que conocía porque un amigo tuvo algo que ver en la edición del libro y me lo recomendó.
Para intentar engancharles, leí durante una clase los dos primeros capítulos y no sé ellos, pero yo sí quedé enganchado y a pesar de que me lo había leído ya hace unos años lo he vuelto a disfrutar y me ha vuelto a tener colgado estos tres últimos días: el protagonista es un chaval que viene de Galicia a Madrid para estudiar derecho, un tipo algo irónico y filosófico al que los golpes de la vida le hacen tambalear. El libro respira humanidad: humanidad llena de dolores y alegrías, como la de verdad.
Voy a intentar que el autor venga a clase para hablar del libro y lo mismo nos emocionamos y nos convertimos en lectores empedernidos y, si no, por lo menos nos quedará Me queda Madrid.

De vuelta al hogar

El lunes de la semana pasada, aprovechando que todavía estaba de vacaciones, me acerqué a la biblioteca de mi barrio para trabajar algo sobre una edición del rétor Menandro que estoy preparando (no sólo de dar clases vive el hombre) y me llené de cierta nostalgia, como si hubiese vuelto a la casa del pueblo que nunca tuve, porque el año pasado fueron muchos los días en que hice el mismo plan del lunes.
Todavía no ha pasado un año, pero ya tengo la sensación de que todo el tiempo de estudio se pierde en la nebulosa del pasado. Una vez en la biblioteca volví a ser consciente de que soy un opositor con suerte: allí, en la misma mesa de siempre, la tercera según se entra, en la fila de la ventana, estaba X. (esta vez la X. es porque realmente desconozco su nombre) como el año pasado, como todos los días del año pasado: llegaba el primero (habitualmente yo era el segundo) y ocupaba su sitio y el de al lado extendiendo sus mamotretos de derecho, sus rotuladores de colores, su calculadora y sus folios. Se iba un poco antes que yo, pero por la tarde volvía, porque dejaba allí la mitad de las cosas, como hizo también este lunes, como me imagino que seguirá haciendo todos los días.
No sé qué oposición estudiará, pero le admiró y estoy convencido de que tiene que sacarla. Cuando entré el lunes se cruzaron un momento nuestras miradas, con fingida indiferencia, como tantas veces el año pasado. Me gustaría haber notado un «ya te vale, dónde te habías metido», pero no, volvió a sus libros, como siempre. Lo mismo ni me recuerda.
También apareció Y., con sus tapones amarillos, su ritmo más cansino, sus retrasos, sus largos descansos… pero ya estaba allí el año pasado. A los demás no les reconocí, lo que no quita para que tuviese durante toda la mañana la sensación de haber detenido el tiempo o de haber vuelto a un purgatorio perdido. En fin, quede aquí mi admiración por los sufridos opositores, capaces de seguir a pesar de que el destino les haya sido esquivo.
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Se acabaron las prácticas

El período de funcionario en prácticas terminaba con la entrega de una memoria el 29 de marzo… Bueno, el 29 de marzo era el último día posible para entregarla y uno que es muy amigo de últimos días la acabó el día anterior por la noche, intentando expresar en unas pocas páginas cuanto ha aprendido durante este período y los apoyos y dificultades con los que se ha encontrado (apoyos muchos, dificultades pocas, pero como meigas, haberlas haylas).
Es decir, que ya apenas me quedan unos pocos pasos para ser un funcionario de los de verdad y unos pocos pasos que no me corresponde dar a mí: otro tendrá que publicar el asunto en el BOCM. Y uno ha oído tantos chistes de funcionarios y durante todos estos meses ha sido calificado tantas veces de vividor que he de reconocer que a veces me da miedo convertirme en «funcionario» de vida resuelta y ahí me las den todas. La gente, siempre tan amable, tiende a animarte diciendo que tranquilo, que ya te irás acostumbrando, que ahora pones mucho empeño pero que con el tiempo te irás «funcionarizando». Y ante esa perspectiva, de momento, tiemblo.
Menos mal que a desmentirlo vienen los ejemplos cotidianos de tantos funcionarios de años con quienes comparto departamento o sala de profesores o cafetería, a los que no les falta la ilusión y el empeño de las primeras veces. De los otros, de los «afuncionarados» todavía no me he encontrado en la enseñanza, aunque no niego que existan, porque a veces resulta difícil ver cómo tus esfuerzos son aparentemente baldíos una y otra vez y uno manda todo a «marto por locu» y a otra cosa, mariposa.
Sea lo que sea, por ahora intentaré seguir siendo profesor, no funcionario… aunque qué tranquilidad da saber que tienes unos cuantos garbanzos garantizados.