Milka y las estrellas

Milka, una niña del Congo que nació antes de tiempo y con serios problemas intestinales, no tiene todavía dos años y ya ha sufrido cinco operaciones. Para la madre de Milka era imposible asumir el coste económico de esas operaciones, pero E., que sufre el mal de África, desde hace años recauda fondos para colaborar con el Hospital Monkole del Congo (donde trabaja otro amigo médico que un buen día decidió dejar España para ir a trabajar allí) y así se pudieron sufragar las operaciones de Milka, aparte de más de treinta operaciones de raquitismo y de proporcionar material médico y farmacéutico.
El último curso en que di clase en el IES Anselmo Lorenzo invité a E., que ha estado los últimos veranos en África, a que viniese al Instituto y nos contase su experiencia allí. Nos estuvo hablando de distintas historias que ha podido conocer de primera mano y nos mostró cómo vive la gente del Congo. Recuerdo que cuando acabó la exposición, se me acercaron N. y G., con los ojos arrasados en lágrimas. N. me dijo: «Profe, nunca te voy a perdonar esto»… Pero, al ver mi cara de susto, me aclaró que todo lo que había escuchado y visto le había dado mucha pena y le había ayudado a valorar mucho más lo que tiene y hacer el propósito de no volver a quejarse por tonterías. O sea, que en realidad estaba muy agradecida.
Y yo también le estoy muy agradecido a E. Cada vez que me cuenta alguna historia como la de Milka, me acuerdo de una historieta que no sé dónde escuche o leí:
En una playa inmensa, por esas malas jugadas de las mareas, quedaron varadas miles de estrellas de mar, condenadas a una muerte segura. Un hombre iba recorriendo la playa y lanzando de nuevo al agua las estrellas que encontraba a su paso. Otro hombre, al verlo, le hizo ver que su propósito era absurdo, que era imposible devolver al mar a todas aquellas estrellas, que aquello no tenía sentido… Y el hombre que recogía las estrellas le respondió, antes de lanzar al mar la que tenía en la mano:
-Para esta, sí que tiene sentido.
Es evidente que E. no conseguirá solucionar los problemas del Congo, que habrá mucha gente a la que no podrá ayudar, que podría dedicarse a otras labores humanitarias… Pero también es evidente que, para Milka, los esfuerzos de E. por «arreglar» el mundo, sí que tienen sentido. Espero que N. todavía no me haya perdonado aquel mal rato.
Aquí está el vídeo en el que la madre y uno de los doctores que la intervinieron cuentan la historia de Milka, que ahora ya puede hacer vida normal:

¿Qué piensas tú de la ortografía?

El otro día, @madelmo me preguntaba en Twitter: «¿Qué piensas tú de la ortografía?», en un tuit en el que enlazaba un interesante artículo publicado en ACEPRENSA.

Le respondí con otro tuit, como si fuese posible responder a eso en 140 caracteres…

Lo cierto es que no sé cuándo me entró la pasión por escribir sin cometer faltas de ortografía. Lo que sí sé es que, alguna vez, releyendo mis apuntes de Literatura de 2º de BUP, se me ha caído la cara de vergüenza. Y seguro que hubo un tiempo en el que lo de poner tildes me pareció el más triste de los servilismos y el más inútil ataque a mi libertad. Sin embargo, mi respeto por la ortografía ha sido cada vez mayor. Con independencia de que haya reglas que me parezcan absurdas. Y cuando he visto una falta ortográfica en algún sitio público, no he podido evitar dirigirme al responsable y hacérselo notar con toda la delicadeza posible. Mis alumnos me miraban ojipláticos cuando les contaba alguna de estas ocasiones. Y no entendían que sea capaz de no volver a un bar cuando le he advertido al responsable de algún error ortográfico y no ha hecho nada por enmendarlo.

Me miraban ojipláticos y me temo que también con un poco de pena, claro. Pero yo trataba de explicarles que alguien que no se preocupa por poner bien las tildes en un folleto publicitario, no es muy de fiar (y entonces me miraban con más pena todavía). Pero no puedo evitarlo. Soy incapaz de no abrir un signo de interrogación o de exclamación si voy a escribir uno de cierre un poco más adelante; no puedo escribir un vocativo sin envolverlo en las comas correspondientes; el «que» con todas sus letras siempre; la mayúscula después de punto, por supuesto, y con tilde cuando sea preciso (hay pocas leyendas urbanas más funestas y más aceptadas que la de «las mayúsculas no se acentúan», dicho siempre con una convicción apabullante).

No quiero decir que nunca cometa faltas de ortografía. Claro que las cometo. Pero no con premeditación y alevosía, sino por torpeza. De hecho, todos los años ofrecía una recompensa de 0,5 puntos en el siguiente examen a quien me descubriese una falta en la pizarra y les aseguraba que siempre habría alguna, no porque me lo propusiera, sino porque soy incapaz de no tener algún desliz. Y los que consiguieron ese 0,5 creo que nunca lo han olvidado… Y que se convirtieron también en amantes de la ortografía.

Porque cuidar la ortografía no es solo una manía enfermiza (que probablemente también), no es solo un prurito intelectualoide… Cuidar la ortografía es, ante todo, una muestra de cariño y de respeto, una forma de decirle al lector: «me importas de verdad, te aprecio y te agradezco que estés leyendo esto… Y por eso no me importa tardar más en escribir lo que escribo y releerlo unas cuantas veces antes de publicarlo».