La fractura de Braulio

Uno de estos días tendré que llevar al bueno de Braulio a pasar la ITV. Siempre ha sido un coche muy valiente y no está en absoluto asustado, a pesar de que ya empieza a tener una edad y sus más de 170.000 kilómetros. Todavía no me he atrevido a decirle la que se le viene encima el año que viene con los viajes a San Martín de la Vega, pero seguro que ni rechista.

El caso es que he recordado uno de esos momentos duros que hemos compartido este año y que olvidé poner en el blog en su momento. Así que, a sabiendas de que el relato ha perdido la frescura de la inmediatez y utilizándolo como excusa para actualizar el blog os hago un sucinto resumen de lo ocurrido.

Fue un miércoles y el martes había sido un día duro: a mediodía había perdido el partido que juego todos los martes con los alumnos y por la noche el Madrid fue vapuleado por el Liverpool. Me fui conmocionado a la cama, pero eso no impidió que al día siguiente me levantase como un machote en cuanto sonó el despertador.
Lleno de vitalidad y alegría para dirigirme a mis asuntos bajé a la calle y al acercarme a Braulio vi con cierta sorpresa que la cartera en la que guardo los carnés de conducir, biblioteca, DNI, etc, estaba en el suelo y los carnés desperdigados a su alrededor. Lo primero que pensé (a esas horas no estoy muy fresco) es que había tenido suerte porque la cartera se me habría caído el día anterior al salir del coche y nadie la había cogido. Luego caí en la cuenta de que la cartera estaba guardada dentro del coche, en una guanterilla que hay bajo el volante. Como supuse que la cartera por sí misma no habría tomado la resolución de escapar de una vida tan encerrada y mezquina, empecé a temerme lo peor…
Efectivamente, al pobre Braulio le habían fracturado (eso puso más tarde el policía en la denuncia) la ventanilla del conductor, le habían violado la intimidad y le habían sustraído la radio que tan gentilmente me había regalado Gema cuando cambió de coche.
No sólo se habían llevado la radio: también el mando del aparcamiento del instituto… y la bomba de inflar balones. Aparte del carné de conducir, que era el único que eché en falta en ese momento.
Cuando le comuniqué a mi madre los desperfectos y el asunto del carnet me llevé la consiguiente bronca por dejar la documentación dentro del coche (bronca que me fue repitiendo alguna alumna en todas las clases en las que conté lo sucedido).
Subí a mi casa a por el recoge-todo, bajé de nuevo, limpié los cristales y me fui a la comisaría a poner la denuncia.
Os ahorraré detalles, pero cuando por fin el poli acabó la denuncia me la dio para que le dijese si estaba de acuerdo y la firmase. La leí con atención:
-Lo siento, no estoy de acuerdo…: «fue» no lleva tilde y «dejó» y «observó», sí -pensé, pero no fui capaz de decírselo por miedo a acabar en el calabozo.
Afortunadamente, las gafas de sol, que también habían desaparecido, las encontró mi madre tiradas por el suelo al visitar el lugar de los hechos… y el carné de conducir alguna buena persona se lo llevó al portero.
Así que el asunto no fue para tanto y de paso le puse a Braulio la radio original, de cinta, por supuesto, y como me he comprado una cinta adaptadora ahora puedo escuchar la música del móvil o de los MP3 de los que viajan conmigo. Toda una suerte.

15 de julio de 1944

El 15 de julio de 1944 un tal Berrendero triunfó al sprint en una etapa de la vuelta a Cantabria, pero eso poco ha afectado a mi vida. Sin embargo, ese mismo 15 de julio, en un rincón de Vallecas, nació Antonio Ares. No salió en los periódicos, pero eso sí que ha afectado a mi vida, sobre todo cuando unos años después conoció a una niña del barrio de Salamanca y consiguió enamorarla…

Y gracias a eso aquí estamos, escribiendo ternezas, sabiendo que es mucho más fácil ser agradecido por escrito que en directo, pero también que «scripta manent, verba volant». Además con la tranquilidad de que mi padre no pierde el tiempo leyendo blogs uno puede despacharse a gusto, aunque es inevitable que mi madre, que sí que los lee, le acabe contando todo esto.

En fin que aquí va mi felicitación por el cumpleaños que, como en tantas otras ocasiones, me pilla lejos de casa, pero como esta vez son los 65 a la felicitación telefónica se quiere sumar esta otra cibernética.

Y los 65 han dado para mucho: una esposa, ocho hijos, dos yernos, cinco nueras, diecinueve nietos, cincuenta y un años y medio mes de trabajo remunerado, innumerables partidos de tenis y no digamos ya partidas de mus, siempre contadas por victorias… bueno, casi siempre… pero los números no son lo importante, lo importante son las pequeñas aventuras, el día a día, el chorro de leche de la vaca del señor Antonio, las verbenas, la bajada a la mina, el peligro de muerte en Ordesa, las vacaciones en el R8, la carrera de pedagogía sacada sin pausa y con la prisa posible (todavía recuerdo los viajes en coche en los que yo iba leyendo libros ininteligibles en voz alta mientras mi padre conducía), las continuas recomendaciones para que no dejásemos de hacer el CAP por un por si acaso, los «ánimo que cuando acabes nos tomamos un polo» las noches de estudio antes de los exámenes, los detallitos de verano, los despertares con «quien no sirva pa’ gallo que se corte los ringondrones» (acabo de descubrir que es un neologismo), la lucha con el leísmo, sus certeras profecías: «A Nadal no le doy dos años»… Y tanto, tanto más, que es absurdo tratar de poner en cuatro líneas, porque además quien no le conozca (¿le conozca o lo conozca?) pensará que me pierde la pasión de hijo, mientras que el que sí le conozca pensará que me he quedado muy corto. Así que aquí queda esto: MUCHÍSIMAS FELICIDADES y a ver si ahora que ha llegado la jubilación por fin se empiezan a escribir los libros que tienen que ser escritos, a hacer el doctorado, a montar en bici… y a ir al Ayuntamiento a protestar como buen contribuyente.

Sin cobertura

Como ya anuncié, he estado una semana de campamento, bastante desconectado del mundo. El lugar habitado más cercano era Boniches, un pueblo de la serranía de Cuenca, a unos 20 minutos del campamento por pista forestal. Las instalaciones del campamento también eran de lo más escueto: una casa con la cocina, una habitación y una sala de estar, un comedor al aire libre con mesas de cemento, una campa para poner las tiendas, un pequeño prado lleno de cardos y dos simulacros de portería, un manantial y el río Cabriel no en su mejor momento, pero suficiente para un refrescante baño matutino. Por las noches una luna de lo más llena y unas cuantas estrellas.

Por supuesto no había corriente eléctrica y tampoco cobertura. Y hemos vivido como si siguiésemos en pleno siglo XX. Tanto es así que en el viaje de vuelta, entre los mensajes retrasados que me empezaron a llegar al móvil, descubrí con sorpresa que dos días antes había vuelto a ser tío por decimonovena vez (los tres últimos han llegado en apenas veinte días). Así que el viernes, antes de salir para otro destino, tuve bautizo triple. Mis cuñadas se quejan de que sigo sin escribir poesías, pero es que este ritmo no hay Musa que lo aguante. De todas formas cualquier día me pongo al día. Casi prometido.