«A ver si me pongo»

Acabo de descubrir un texto que escribí al final del curso pasado pensando en este blog y, no sé muy bien por qué, creo que no llegué a publicar. Me temo que a estas alturas (dentro de cinco días nos volveremos a ver las caras), es un poco tarde para todo, pero ya que lo tenía, aquí lo dejo:

Apenas llevamos quince minutos de examen y Sergio ya ha dejado el bolígrafo encima de la mesa con sensación de derrota, quizá pensando que me he vuelto a pasar y que una vez más he preguntado justo lo que no se sabía… Pero se trata más bien de una rendición anticipada, porque en el examen aparte de las preguntas de literatura, hay que hacer el comentario de texto de un poema y ahí uno siempre tiene algo que decir por poco que haya estudiado.

Al cabo de cinco minutos me acerco hasta su mesa, y empezamos una tenue conversación, a media voz para no distraer a los demás y para facilitar que recurran a algún trozo de memoria supletoria escondido entre los repliegues del pantalón.

-¿Nada?

-Nada.

-¿Y qué piensas hacer?

-No sé, a ver si me pongo y en septiembre la saco…

Me duele. Me duele esa resignación y me duele esa fe ciega en el “a ver si me pongo”; esa confianza en que el tiempo otorgará, dadivoso, las fuerzas y las energías suficientes para “ponerse”; esa seguridad en que la solución del problema consiste simplemente en que uno se ponga.

Y entonces le recuerdo a Sergio que no hace mucho, al comienzo de curso, ya había hecho ese firme propósito de ponerse, escarmentado por un duro verano (acabó sacando tres de las cinco que le habían quedado)… Y que los resultados están a la vista. Que no se ponga en verano, sino esta misma tarde, aunque mañana no haya exámenes porque nos vamos todo el Instituto de excursión a Ávila.

Sergio piensa que esta tarde es imposible, pero que en verano sí que lo va a conseguir y yo me temo que vuelvo a sembrar en el desierto. Le insisto en que es esta tarde el momento idóneo y al final me reconoce, dolorido y abrumado:

-Es la fuerza de voluntad.

Y trato de hacerle ver que la fuerza de voluntad no se consigue tomando unas pastillas maravillosas, sino tomando pequeñas decisiones. Lo más difícil de ponerse es empezar a ponerse. Ahora mismo la mayor tentación de Sergio es la PSP, porque ya quedamos con los padres en que le restringieran durante un tiempo el uso del ordenador. Le sugiero que, al igual que Ulises con las sirenas, pida ayuda a sus padres, que no espere a que le castiguen, sino que se adelante y les sugiera que le escondan durante un tiempo la PSP.

Levanto la cabeza y veo que Felipe, desde la mesa de atrás, no pierde detalle de la conversación. Le recomiendo que se ponga con su examen y me dice que a él también le viene mejor seguir escuchando la “charla”.

Probablemente, los dos llegarán esta tarde a casa y serán incapaces de ponerse a estudiar y ya tendrán tan asumidos los castigos que les esperan a final de curso, que el temor a esos castigos tampoco les llevará ya a “ponerse”. Pero, no sé, a uno también le gusta imaginar que llegan a casa y tienen una conversación tranquila con sus padres en la que, más allá de premios y castigos, lanzan un SOS y les piden que les exijan, que les escondan la PSP y que no les den permiso para salir el próximo fin de semana… Y lo mismo van y se ponen esta misma tarde.

Y no sé, me queda la ilusión de que lo mismo se hayan puesto este verano y me den una sorpresa de las buenas el lunes que viene. Mucho ánimo.

Etsuro Soto, escultor

Hasta hace pocos días no tenía la menor noticia de la existencia de Etsuro Soto, pero gracias a un amigo he tenido la oportunidad de conocerle. Etsuro Soto es un escultor japonés enamorado de la piedra («mi alma se quedó en la piedra») y viajó por Europa buscando un sitio donde poder trabajar con ella. Llegó a la Sagrada Familia y empezó a trabajar allí como escultor. De eso hace ahora treinta años y allí sigue trabajando, como buen japonés, de sol a sol, de siete de la mañana a siete de la tarde, y además disfruta con lo que está haciendo.

Desde que empezó a trabajar en la Sagrada Familia, se empapó de la vida de Gaudí y procura hacer todo tal y como lo hubiese hecho el mismo Gaudí, tratando de unir, al igual que el genio, estructura, finalidad y símbolo. Antes de que puedas preguntarle sobre cuándo se terminará el templo, se adelante y te dice que no construye uno la Sagrada Familia, sino que la Sagrada Familia le va construyendo a uno. Este hombre sabe mirar el bloque de piedra como Miguel Ángel y descubrir la estatua que encierra, sabe que lo único que tiene que hacer es dejarse llevar por la piedra, sabe que «las respuestas ya están en tu corazón, pero hay que hacer las preguntas adecuadas»… Y yo no sé cómo sabe tanto y llevo varios días preguntándome cuáles serán las preguntas adecuadas. De todas formas, me parece que el escultor y el profesor tampoco se diferencian tanto. La conversación con Etsuro me ha hecho recordar algo que me dijo un amigo, también profesor, hace ya bastante tiempo, al verme un tanto desanimado por el grado de «orquismo» de algunos alumnos: «para los buenos escultores, no importa que las piedras sean duras y difíciles, porque dentro siempre hay una hermosa estatua»… Eso sí, con la diferencia de que, en el caso del profesor, la propia piedra tiene mucho que decir.

Un amigo en El Congo

A Edu B. le conocí hace unos veinte años en un verano inolvidable por Valladolid. No volví a saber de él durante mucho tiempo, hasta que un día la vida decidió convertirse de nuevo en cuento y nos reencontramos en Madrid, pero no fue sino a los dos o tres días de tratarnos cuando empezamos a caer en la cuenta de que cada uno de nosotros era aquél o lo que quedaba de aquél que se había conocido diecisiete años antes, porque la memoria se empeñó en ir atando cabos hasta acabar con la pregunta «Entonces… ¿tú no serás…?». Pasamos de la sorpresa al abrazo y desempolvamos nuestra antigua amistad.

Edu había ido a parar a Madrid a la cárcel, en concreto a la cárcel de Alcalá-Meco, pero no por ningún delito, sino por cuestiones laborales: era el médico de la cárcel. Después se marchó a la de Algeciras y este último año ha estado en Barcelona haciendo un curso (o un máster) sobre medicina tropical, porque a finales de este mes se irá a un hospital de El Congo.

A veces, la vida te sorprende con algún héroe de lo más normalito, que disfruta con unas buenas cervezas, que no ha perdido su sonrisa a pesar de haber estado en contacto con tanta miseria, que no se conforma con el mundo que tiene delante, sino que decide hacer lo posible por cambiarlo. Y que se va a El Congo como si aquello no estuviera en África, sino a la vuelta de la esquina, porque piensa que puede aportar algo a la labor del hospital Monkole (o algo así).

Aprovechando que estoy cerca de Barcelona, quedamos y estuvimos un buen rato de tertulia, arreglando el mundo. Le prometí que el curso que viene haré lo posible para que desde el Instituto les echemos una mano (no les ayudaremos a ampliar el hospital, pero a lo mejor sí a solucionar cuatro o cinco casos clínicos). Después nos despedimos también como si tal cosa, como si nos fuésemos a ver la semana que viene, aunque es más que probable que no nos volvamos a ver nunca. Aunque quién sabe, lo mismo dentro de veinte años nos reencontramos en algún lugar inesperado y esta vez seguro que nos reconocemos, porque ya no vamos a cambiar tanto.

La sordera del mosquito tigre

Me hizo gracia descubrir el aparato encima de la mesa de la habitación donde estoy durmiendo estos días. Era un aparato anti-mosquitos novedoso, al menos para mí, porque no era de los de líquido ni de los de pastillas: tenía el mismo aire, pero se trataba de un aparato de ultrasonidos. Leí las indicaciones con una sonrisa en los labios: «Este ahuyentador emite ondas de ultrasonidos que perciben los mosquitos, afectando a su sensibilidad, aturdiéndoles, lo que motiva su inactividad o huida. Este efecto evita que seamos picados por ello». La redacción era pobre, pero consoladora y venía acompañada de otra serie de frases que ensanchaban el corazón: «sin pastillas ni líquidos. Silencioso y sin olores. Eficacia permanente y duración ilimitada…».

Coloqué el aparato en el enchufe, abrí la ventana de par en par para atraer las perdidas corrientes de aire nocturno que no saben muy bien a quién refrescar y me dispuse a dormir a pierna suelta. En un momento dado, a mitad de la noche, me desperté con cierto picor en los codos y en el lóbulo de la oreja, pero pensé que se trataba del poder de la autosugestión: le había dedicado más tiempo del habitual a pensar en los mosquitos y ahora sentía sus efectos. Sin embargo, de pronto escuché el breve, rápido e inconfundible zumbido del mosquito junto a la oreja y di un manotazo en el aire con un gesto reflejo tan absurdo como inofensivo para el bicho en cuestión. Me quedé agazapado entre las sábanas, sabiendo que seguía allí, que tarde o temprano volvería a darse otro atracón con mi sangre y que probablemente llamaría a sus hermanos y se darían un buen festín a mi costa, ahora que se les ponen las cosas cada vez más difíciles.

Volvío a zumbar amenazante junto a mi oreja y yo me golpeé con la mano, creí haberle alcanzado e hice un rápido movimiento para aplastarlo contra la almohada. Es terrible quedarse allí a la espera, sabiendo que el peligro acecha a pocos metros… Y me acordé del padre del inventor de aquel aparato de ultrasonidos y recordé, ya no tan sonriente, lo de «este efecto evita que seamos picados por ellos»: Llegué a la conclusión de que los señores inventores no habían tenido en cuenta que algunos mosquitos deben de ser sordos o que la necesidad obliga y cuando uno está muerto de hambre no teme a ningún Asuracentúrix que se cruce en su camino.

Al final se despertó el cazador que llevo dentro, me levanté, encendí la luz y empecé la búsqueda de enemigos. De pronto mi rostro se iluminó con la mueca macabra de la sonrisa de la venganza: allí en la almohada quedaba la prueba patente de que había conseguido eliminar un mosquito con mi manotazo ciego. El problema es que el banquete que se había dado se había desparramado por la almohada y daba aquello muy mala impresión. Pero todo quedó solucionado cuando le di la vuelta a la almohada. Otro murió reventado de un zapatillazo contra la pared. Eliminé cuidadosamente los rastros que delataban mi carácter sanguinario y dispuesto a pasar el resto de la noche tranquilo, salí de la habitación para buscar a tientas un matamosquitos de spray, de los de toda la vida, que recordaba haber visto durante la tarde en algún rincón.

Con el matamosquitos en mano, entré de nuevo en la habitación y no fue hasta que hube chorreado de flus-flus el techo y las paredes que me entraron los remordimientos. Aquellos pobres bichos tenían que sobrevivir de alguna manera. Era terrible que no me hubiese conformado con dejarles sordos, sino que además me hubiese dispuesto a exterminarlos. Me sentí mal, muy mal… pero dormí divinamente el resto de la noche.