¿Cómo hacer alumnos lectores?

La pregunta del título no es retórica y si alguno ha empezado a leer esto buscando respuestas, lo siento porque más bien es una llamada de auxilio… Bueno, tampoco nos pongamos tan dramáticos que no es para tanto.
El caso es que a uno le gustaría inculcar en cada alumno que pasa por sus manos un apasionado amor por la lectura y no siempre se consigue. Es más, a veces uno tiene la sensación de que realmente no consigue ganar grandes batallas: quienes eran buenos lectores antes de llegar a tus manos, lo siguen siendo, quienes no, leen por obligación lo que les mandas y luego a otra cosa.
Yo suelo explicar a los alumnos que lo de la lectura se parece bastante al jamón serrano: aunque parezca mentira hay gente a la que le da repelús, pero si consiguen probarlo son pocos los que se resisten a tal maravilla gastronómica. El que sabe degustar el jamón serrano se compadecerá de los que se conforman con unos potitos, por muy buenos y nutritivos que estén.
Así que, confiando en el propio poder seductor de la lectura, les obligo a leer un par de libros por trimestre. No sé si es buena solución. Lo que sé es que es muy difícil acertar con un libro que guste a todos. Además trato de ir combinando obras más propias de literatura juvenil con obras literarias de la época que estamos estudiando, procurando dárselas un poco masticadas para que no se les atraganten: me parece que obligar a leer El Quijote antes de los 18 años es garantizar la pérdida de un futuro lector.
De todas formas, para hacer lo de la lectura más llevadero, no hago el examen escrito sobre el libro: pongo una fecha límite y les digo que antes de ese día me tienen que buscar en algún momento fuera de clase y decirme que se han leído el libro. Es una oportunidad para saber realmente si les ha gustado y hablar un rato de literatura y creo que pocos se atreven a engañarme, aunque seguro que alguno lo hace. Qué le vamos hacer. Ya se lo he dicho unas cuantas veces: si consiguen engañarme, se llevarán el medio punto de la nota que vale cada libro, pero se estarán haciendo daño… y estarán corriendo el riesgo de traicionar mi confianza. Si llego a descubrir que alguno no lo ha leído, en lugar de subir el medio punto, le bajo un punto entero.
Junto a los dos libros obligatorios por evaluación (me parece una medida ridícula en 4º de la ESO, pero menos da una piedra), se pueden leer libros voluntarios de elección libre, aunque si están fuera de la lista de libros que les facilito, me lo tienen que consultar primero, porque como soy yo el que sube puntos por libros, no estoy dispuesto a que pese sobre mi conciencia que lean cualquier cosa. Y ya sé que me dejo llevar por mis manías y que a lo mejor en algún caso estoy equivocado, pero hay libros que no les van a subir nota (de todas formas muchas veces esos libros los leen sin que se los mandes como el de Crepúsculo o Amanecer o Memorias de Idhún…). Que se los lean si quieren, la nota es lo de menos.
Mi experiencia es que si me convertí en lector (no hay día que lea menos de media hora, aunque raro es también el día que leo más de una) fue porque tuve quien me recomendase libros que me gustaban. Y por eso estoy muy agradecido a Adolfo, mi profesor de 2º de BUP, que es el que consiguió que empezase a saborear el buen jamón.
Lo mejor que he leído sobre fomento de la lectura es el libro de Daniel Pennac, Como una novela, pero tendré que releérmelo porque ya se me han olvidado las grandes ideas que allí quedaban plasmadas. De hecho me temo que en alguna de las cosas no le hago mucho caso.

«El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Habita en bandas porque es gregario, pero lee porque sabe que está solo. La lectura no toma el lugar de nadie más, pero ninguna otra compañía pudiese remplazarla».

Se me ha caído el parte y…

Hoy me he encontrado a L en la puerta de jefatura… Por desgracia es uno de sus lugares habituales. De hecho, a L nunca le he dado clase, pero forma parte de los alumnos que uno acaba conociendo de guardias y pasillos. Le he preguntado por la razón que le había conducido hasta aquel sitio y me ha explicado con convencimiento lo injusto que es a veces el mundo.
Resulta que la profesora le ha puesto un parte, pero a L se le ha caído y al ir a recogerlo, no sabe si lo ha pisado o se le ha pillado con una pata de la mesa el caso es que se ha roto y como estaba roto lo ha tirado a la basura porque a ver para qué iba a querer un parte roto… O sea, lo normal: ¿a quién no le ha ocurrido alguna vez que se le caiga el parte, se rompa al cogerlo y acabe tirándolo a la basura?
Tampoco sabía muy bien L por qué era el parte, pues como estaba roto no se ha detenido a leerlo, aunque se teme que debe de ser porque trabaja poco y tal y cual.
La verdad es que no he podido contener la carcajada, porque su salida me parecía ingeniosa y le he pedido permiso a L para contar esa aventura a mis amigos. Se ha encogido de hombros como pensando que sí que me tengo que aburrir mucho para ir contándole estas cosas a mis amigos y me ha dejado hacer lo que quiera.
No todo han sido risas. Le he intentado hacer ver que ha empeorado las cosas, porque ya algo malo es que te pongan un parte, pero algo mucho peor es que lo rompas. Nos hemos despedido y allí se ha quedado, junto a la puerta de jefatura, esperando sentencia y con disposición de acatar la decisión que tomen los jefes de estudio al respecto, víctima inocente de la más cruel de las casualidades.

Sal a leer

A pesar de que me hice el propósito de no volver a dar nunca «Recuperación de Lengua», este curso me ha vuelto a tocar. Y el problema no es que me disguste la asignatura: así, sobre el papel, es atractiva e interesante. Pero la realidad es que en esa asignatura acaban alumnos que no sólo tienen problemas con la lengua, sino con todo lo demás.
El grupo de este año, de primero de la ESO, es en general más majo de lo que me esperaba, aunque algunos sufren de una terrible diarrea verbal y por su boca va saliendo cuanto se les ocurre en el corazón, sin pasar antes por el filtro del cerebro. La pelea es agotadora y desigual porque ellos hablan, entonces tú te callas, ellos se dan cuenta de que te has callado, te piden perdón, se callan, tú hablas, ellos hablan, entonces tú te callas… A la cuarta vez sueltas un sermoncete de distinta intensidad según sea la situación y si te has puesto serio de verdad puedes seguir la clase casi siete minutos sin interrupciones. En realidad, sólo son cuatro o cinco los que padecen tal diarrea, pero la incontinencia verbal es terriblemente contagiosa.
Sin embargo, lo que estamos consiguiendo es que cuando mando a alguien salir a la pizarra a leer, los demás permanecen en silencio y escuchan con respeto… por muy mal que lo haga el lector.
El otro día le tocaba el turno a P que se negaba en redondo a salir porque afirmaba que él leía muy mal. Le insistí, le insistimos, fue cediendo, fui cediendo (sólo tres líneas) y al final se armó de valor y se dirigió a la pizarra. Me pidió el libro y ante mi sorpresa lo cogió y se dirigió a la puerta de la clase, salió y con la puerta entreabierta nos preguntó si se oía bien: el problema no era sólo que leyese mal, sino que le daba una terrible vergüenza salir delante de los demás. Nuevo forcejeo dialéctico y P volvió a la pizarra, intentando colocarse detrás de mí. Por fin quedó sólo ante el peligro y leyó… Y los demás escucharon en silencio, tal y como habíamos acordado. Y quizá lo mejor de todo fue que cuando P acabó de leer, J afirmó con convencimiento: «pues lees bien». Hay que tener en cuenta que J es uno de los incontinentes verbales, graciosillo por naturaleza, incapaz hasta ahora de hacer un comentario positivo, a pesar de que lleva un pequeño poeta dentro (algún día pondré aquí, si me deja, alguna de sus poesías dolientes).
Al final de la clase, P me confesó que no había sido tan difícil como se imaginaba e incluso se le veía orgulloso… Sin embargo, con C no hubo tanta suerte. Se negó también en banda y ya me pilló un tanto cansado, así que no le insistí mucho. Y es que uno nunca sabe hasta qué punto puede ser bueno obligarles a pasar el mal trago de enfrentarse al público con un alto porcentaje de posibilidades de hacer el ridículo.
Soy consciente de que corro el riesgo de ganarme un enemigo para siempre, pero no por eso quiero dejar de intentar que se enfrenten a un obstáculo que consideran insalvable y se den cuenta de que la cosa no es para tanto y de que son mucho más capaces de lo que ellos mismos creen.

Nudos en el alma

La mayoría de las anécdotas e historias que cuento aquí acaban con una sonrisa, pero evidentemente no siempre es todo así. Hay veces que sales del instituto con nudos en el alma y no porque haya algún infeliz que se ha entretenido quemando los cubos de la basura, sino porque hay historias que duelen de verdad.
Una de esas historias es la de X, un alumno que ya no está en el instituto y que me llamó el otro día para felicitarme por mi cumpleaños. Y no sólo llamaba para felicitarme, sino también para decirme que había hecho traer de su país un regalo para mí, así que quedamos el lunes y estuvimos hablando un buen rato y arreglando el mundo… Y me alegré mucho de verle sonreír abiertamente y de verle mucho más centrado que antes. Nos reímos con ganas de su nuevo uniforme, de sus clases por las tardes, de sus pendientes desaparecidos… Cuando le pregunté si notaba diferencia entre el instituto y el colegio concertado me dijo que sí, que había menos nivel… en el concertado (y no me alegré porque en el concertado el nivel fuese bajo, sino porque en el instituto es alto).
Pero lo que más me alegró de todo fue comprobar que X es la prueba viva de que su teoría acerca del ser humano no se sostiene. El curso pasado, en momentos muy difíciles, me dijo convencido que todo el mundo hacía las cosas buscando su propio interés y esperando obtener a cambio algún beneficio… Pero el lunes, el propio X me hizo un regalo y es evidente que no lo hizo por interés ni porque esperara sacar algún beneficio pues no creo que le vuelva a dar clase en la vida. En fin, pasamos un buen rato y creo que logramos desatar un poco alguno de esos nudos del alma que si te descuidas pueden llegar a ahogarte.

Treinta y siete años y un día

Ayer me hice un poco más viejo… En el fondo como cada día que pasa, con la diferencia de que ayer se empeñó muchísima más gente en recordármelo. Y se lo agradezco de veras. También a esa otra muchísima gente que me lo está recordando hoy o que se ha acordado y no me lo ha recordado.
El día de después del cumpleaños siempre tiene algo de resaca (sólo emocional) y de Alicia en el País de las Maravillas: «feliz, feliz nocumpleaños».
Y aunque uno ponga cara de esto-no-me-afecta es inevitable cierto ataque filosófico y uno de pronto es más consciente de que los partidos de fútbol no serán eternos y habrá que buscar en algún momento un deporte alternativo (ya se ve: filosofía de altura)… Y también se da cuenta de que lo de ser joven ni es tan importante ni es para tanto. Cuando cumplí los quince (como S. ayer, muchas felicidades aunque ni sepas que este blog existe) pensé que sería joven hasta los 20, pero me escamaba que la Tarjeta Joven que nunca usé caducaba a los 16. Al llegar a los 20 vino en mi ayuda el Abono Joven de Transporte para ampliar el plazo hasta los 21. Y al llegar a los 21 vi lo equivocado que estaba y fui consciente de que era imposible no ser joven si todavía era universitario y que por tanto la juventud expiraría a los 23. Por no alargarlo, diré que a los 23 advertí con claridad que el tope eran los 25 y a los 25 tomé ya la sabia decisión de considerarme joven hasta los 30. Con los 30 llegó la crisis y cuando creía que todo estaba perdido y que la juventud empezaba a sonar a aquello de divino tesoro, descubrí un concurso para «jóvenes creadores», cuyo límite de edad eran los 35… Después de los 35 no he encontrado ya a nadie que justifique que eso es juventud, salvo el bueno de Isidoro de Sevilla, que considera que la juventud va de los 28 a los 50.
El caso es que, como decía hace ya un rato, uno se da cuenta de que lo de ser joven ni es tan importante ni es para tanto, porque si bien es cierto que la juventud de hoy es la promesa de mañana, resulta que la juventud de ayer somos la promesa de hoy, que en realidad es donde estamos… Claro que lo mismo algunos podemos resultar un tanto desanimantes como promesas… Bueno, qué más da. 37 y punto. 37 y un día, para ser más exactos…
Y ahora que me acuerdo, creo que fue justo hace 37 años cuando me llevé el primero de los grandes golpes de mi vida. Fue mi hermano A. a verme al sanatorio donde había nacido y con su año y poco quiso asomarse a la cuna (que no debía de ser una cuna antiterremotos como las de ahora) y la cuna acabó volcada y yo revolcado… Está bien, está bien, no me acuerdo de todo con detalle, pero es una historia que forma parte del acervo familiar y que he oído tantas veces que casi casi la recuerdo por mí mismo.

Un lápiz por un cuento

Hace como dos semanas, se me acercaron cuatro chavales de unos trece o catorce años y me dijeron: «Oye, tú cuentas cuentos, ¿no?». Les miré intentando adivinar dónde habíamos podido coincidir, pero como no era capaz de relacionar ninguna cara con alguna de las últimas funciones, les respondí que sí, que efectivamente contaba cuentos y les pregunté a mi vez de qué nos conocíamos y dónde me habían escuchado.
Me dijeron que eran de un colegio al que he ido muchas veces a contar cuentos, pero al que hace bastantes años que no voy. Guardo grandes recuerdos de aquellas contadas para alumnos de 1º y 2º de Primaria: los ojos abiertos llenos de asombro, las carcajadas infinitas, los cuentos vivos en sus miradas… y también guardo alguna que otra anécdota imborrable, como la de aquel niño que me encontró por los pasillos del colegio después de la función, se me acercó y me dijo:
-Cuentas muy bien los cuentos.
-Muchas gracias.
Después se quedó mirando y añadió, convencido:
-Los cuentas mejor que mi madre.
Y yo me quedé turbado y confundido por el que considero el mejor elogio que me hayan hecho nunca por contar cuentos.
También me ocurría alguna que otra vez que al acabar los cuentos los niños se me acercaban con una hoja rota del cuaderno y me pedían un autógrafo. Yo, sorprendido y maravillado, les firmaba con los ojos llenos de asombro y una carcajada infinita, alguna dedicatoria del tipo «que tu vida se convierta en el mejor de los cuentos». Uno me dejó su lápiz para que le firmara el autógrafo. Lo firmé y al devolverle el lápiz se negó a recibirlo y dijo que era para mí. Insistí, pero no hubo forma. Y ese lápiz ha sido el mejor regalo que me hayan hecho nunca por contar cuentos…
No sé por qué les conté esta última anécdota a aquellos cuatro chavales que me habían asaltado y uno de ellos no pudo reprimir un «fui yo» que le salió del fondo del alma. Después tomó conciencia de lo absurdo y ridículo que era todo aquello y empezó a morirse de la risa y de la vergüenza y a intentar esconderse detrás de los demás.
Se llamaba Nacho. Probablemente no nos volvamos a encontrar porque aquel fue simplemente un encuentro fortuito de los que convierten la vida en cuento, pero no puedo por menos que darle las gracias por aquel lápiz, que para mí nunca será ni absurdo ni ridículo, y esperar que cuando acabe su procelosa adolescencia siga llevando consigo a Epaminondas y a La viejecita y el cerdito y a tantos otros cuentos y personajes que compartimos hace siete u ocho años una mágica tarde de colegio.