Veo que se me acerca, con una sonrisa, y me invade la certeza de que le conozco, de que le he dado clase, pero no le reconozco.
-Hombre, qué casualidad, un profesor por aquí. Eres Eduardo Ares, ¿no? -dice estrechándome la mano.
Y pongo el cerebro y la memoria a funcionar a toda velocidad. Pero me debo estar haciendo mayor, o quizá los que se hacen mayores son los alumnos y ellos cambian mucho más que yo. Además, diecisiete años dando clase te permiten conocer a unos cuantos alumnos. Algún día tendría que entretenerme en hacer la cuenta exacta. Puedo haber dado clase a más de mil doscientos alumnos y hay muchos más a los que no he dado clase, pero a los que he conocido de pasillos, partidos, viajes y peripecias varias.
Por otra parte, todo se vuelve más difícil en la medida en que el contexto del encuentro es más inesperado (que se lo digan a mis padres y hermanos que no me reconocieron este verano, pero eso es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión). Si fuese andando por San Martín de la Vega o por Valdebernardo, o incluso por el centro de Madrid o en el Metro, estoy convencido de que me sería más fácil la identificación. Pero aquí, en Pamplona, estoy descolocado. Así que al final me rindo.
-Tú eres…
-Javier X.
Y de pronto, se hace la luz y me llegan un torrente de recuerdos. A Javier le di clase hace diez o doce años.
-Hombre, qué alegría. ¿Y cómo tú por aquí?
Y su respuesta me deja sorprendido y ojiplático.
-Estoy en el seminario; este es mi tercer año.
Y entonces recuerdo las conversaciones que tuvimos cuando era alumno. Era un apasionado del fútbol y un aficionado empedernido del Almería. Tenía muy claro que, aunque odiase la Lengua y no le gustase leer, quería dedicarse al periodismo y, en concreto, al periodismo deportivo. Y me cuenta que ha estado trabajando en MARCA.COM y que iba a empezar a trabajar en un conocido programa deportivo, pero al final decidió dejarlo todo e irse al seminario. «Los milagros existen», me dice como respuesta a mi incredulidad o, mejor dicho, a mi perplejidad.
Y me recuerda, divertido, que le eché de clase más de una vez. Y a mí me extraña, no solo porque no es mi estilo, sino porque no lo recuerdo en absoluto. Y uno comprende que hay cosas que a ti se te olvidan, pero, para bien o para mal, no a un alumno. Tampoco ha olvidado una bronca espectacular, de la que no tengo ningún recuerdo, porque dijo que determinado profesor era «un estafador». Pero no me lo echa en cara, incluso se diría que comprende aquella bronca y que me la agradece. A veces pasa, a veces el tiempo se encarga de serenar los ánimos y se empieza a ver el pasado con otros ojos… Como le ocurrió a D, a quien le dio tanta pena enterarse de que este año yo no iba a seguir en el instituto que con los ojos arrasados en lágrimas me dijo:
-Eduardo, que sepas que me arrepiento de todo lo malo que he dicho de ti.
Y a mí me dio la risa por su ataque de sinceridad y le pedí permiso para escribirlo en el blog y me lo dio, pero luego me pareció que tampoco tenía mucho sentido venir aquí a contarlo, hasta hoy que lo he recordado mientras escribía el encuentro con Javier, a quien también le pedí permiso para hablar de nuestro encuentro:
-Por supuesto, cuenta lo que quieras.
Y lo he hecho.