Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario

Este curso he vuelto a dar Taller de Teatro, una asignatura optativa de 3º de ESO, y me he vuelto a arrepentir y a alegrar. A arrepentir porque cuando empiezan las vacaciones tú sigues quedando con tu gente para los ensayos, porque el objetivo es representar una obra de teatro en el acto de final de curso, pero no consigues que se lo tomen realmente en serio: siempre faltan unos cuantos, otros siguen sin aprenderse el papel, que si fulanito le ha dicho a menganito que no piensa venir a la obra, que qué vergüenza, profe… Y a alegrar porque sabes que al final el esfuerzo habrá merecido la pena, que los actores y actrices se llevarán un recuerdo imborrable y apasionante del día de la actuación y descubrirán (ya podían haberlo hecho el primer mes del curso) la magia del teatro y más de uno te dirá que quiere ser actor.

Hemos preparado una adaptación de Ni pobre ni rico, sino todo lo contrario, una obra de teatro del absurdo que escribió Mihura junto con Tono: Abelardo es un hombre rico que se enamora perdidamente de Margarita, una chica muy pobre que se niega a casarse con él por ser rico, así que Abelardo decide arruinarse, pero cuando lo consigue, Margarita también le desprecia porque ahora es demasiado pobre y entre los dos sigue existiendo un abismo infranqueable, aunque ahora en el otro sentido.

Este año hemos tenido la suerte de contar con la colaboración de Jonathan que hizo un decorado espectacular de ocho metros por cinco, y con la de Rafa, profe de EPV, siempre lleno de ideas luminosas y capaz de construirte la pared en una casa en un periquete con unas cuantas cajas de cartón.

La representación fue el jueves de la semana pasada y el lunes de esa misma semana X me confirmó lo que ya me habían dicho sus compañeros: que no iba a actuar, que se iba de vacaciones, que no sé qué… No era la primera baja, porque Z llevaba sin aparecer casi un trimestre, pero como esa baja era más previsible ya la habíamos subsanado dando su papel a otros que tenían uno corto. El mismo lunes me encontré a Julián, que actuó de protagonista el año pasado, le ofrecí el papel de X y aceptó encantado.

En los ensayos previos no conseguimos estar todos nunca… y el día de la obra tampoco. Habíamos quedado a las 9.00 en el Auditorio porque la representación era a las 10.00 y a las 9.30 ya estaban todos… Todos, menos Y. Le llamaron, pero no cogía el teléfono y nadie sabía nada de él… Afortunadamente, su papel no era excesivamente largo y Elvis, que salía casi siempre en escena con Y, fue capaz de asumirlo.

Creo que la obra quedó divertida y digna y desde luego tuvo bastante poco que ver, afortunadamente, con lo conseguido en el ensayo de la tarde anterior. Eso sí, fue una versión abreviada, porque se comieron bastante papel, pero lo mejor es que supieron salir al paso de todos los olvidos y cambios con perfecta naturalidad y desparpajo.

Lo que una vez más me temo que no he conseguido es grabarla bien… Todavía no he visto el vídeo, pero se me volvió a olvidar grabar aparte el sonido y me temo que la cámara, que estaba situada al fondo del teatro, habrá recogido más bien poco… Pero casi mejor así, porque se nos quedará la sensación, como me dijo alguno al finalizar la obra, de que ha quedado perfecta… y no habrá nada que nos lo pueda discutir.

El vigésimo noveno

Sí, ya está aquí, desde hace unos días (desde el pasado 20 de junio para ser exactos) el vigésimo noveno de mis sobrinos, Rodrigo, que se llama como el quinto de mis hermanos, pero es el segundo hijo del séptimo y el primero que ha nacido como el gran Julio César, es decir, por cesárea, por si alguien no está muy ducho en historia… Aunque de repente, a uno le entra la duda, porque eso es lo que le contaron hace mucho tiempo, cuando todavía no existía esto de Internet, y decide uno salir a navegar un rato para comprobar la veracidad del dato y se encuentra con que más bien lo de que César nació por cesárea es una leyenda urbana, que en realidad lo que hizo Julio César fue promulgar una ley (ley cesárea) para que a las madres que muriesen estando embarazadas de siete meses, se les abriese el vientre para extraer el hijo… Ahí queda eso (y aquí, pero si uno busca un poco más se encuentra que todo es más complicado y que es mejor dejar de buscar porque, si no, acabaré hablando más de César que de Rodrigo).

De nuevo la porra se ha quedado desierta, porque Rodrigo ha batido el récord de peso, 4.160 g, y porque las condiciones (solo se puede fallar en 25 gramos arriba o abajo) son demasiado duras.

Cada vez que comento en clase la cantidad de sobrinos que tengo, junto con la lógica sorpresa y a veces la admiración, no faltan tampoco comentarios que se suponen graciosos porque parece que en el siglo XXI es absurdo que haya familias tan numerosas, con lo fácil que es evitar tener hijos. Y yo les explico que a mí no me sobra ninguno de mis siete hermanos, e incluso echo de menos al que se quedó por el camino. Como echo de menos a los  seis sobrinos que se nos han ido antes de tiempo (el último ayer mismo y uno nunca logra acostumbrarse a esos mazazos).

Aquí la foto de Rodrigo, el pequeño, con cara de me parece que empiezas a hacerme fotos demasiado pronto a ver dónde las vas a publicar luego:

Por qué dejo la enseñanza

Hace tiempo que quería escribir esta entrada en «La vida es cuento», pero no me resulta nada fácil. De hecho, esta entrada ha sido culpable en parte de mis prolongadas ausencias. Porque se me hace un nudo en las teclas cada vez que pienso que tengo que escribir que voy a decir adiós a una de las etapas más maravillosas de mi vida. Y porque esta es una entrada demasiado personal, más para compartir a media voz con los amigos junto a unas cervezas y unas risas, como tantas otras veces, que para lanzarla al océano cibernético.

Pero al fin y al cabo también me apetece compartirla con quien se pasa por aquí con cierta frecuencia y agrado, ahora que quedan tan pocos, y me conoce mejor de lo que me imagino, aunque nunca nos hayamos visto.

Han sido diecisiete años dedicados a la enseñanza, posiblemente una de las profesiones más hermosas, arriesgadas, intensas, paranoicas, difíciles y divertidas que uno se pueda imaginar. Y cuelgo la tiza no por combustión o cansancio, sino porque creo que mi camino ha llegado a una encrucijada también inesperada y sorprendente para mí, aunque llevo más tiempo del que me gustaría reconocer pensando que tarde o temprano llegaría hasta aquí.

Y yo, que lo tenía tan claro hace apenas tres párrafos, ahora ya no sé cómo seguir, si continuar con una introducción que empieza a ser demasiado larga o soltar así, de sopetón, como quien dice que ya ha llegado el verano, que he pedido una excedencia y que me voy a Pamplona para acabar en la Universidad de Navarra los estudios de teología y si Dios quiere y yo no cambio de opinión quizá ordenarme sacerdote dentro de tres años.

No, me temo que de sopetón puede sonar demasiado fuerte. Es preferible decirlo poco a poco, para que quien lee se vaya temiendo lo peor y al final diga «ah, bueno, pues tampoco era para tanto». O «ya me lo imaginaba yo, si se veía venir». O tal vez lo mejor sea borrar todo lo escrito hasta aquí, cambiar de tema y volver a intentar escribirlo un poco más adelante, cuando encuentre las palabras adecuadas.

He de reconocer que cuando se lo he ido comentando a mis amigos y compañeros, la reacción ha sido fantástica, a pesar de que tengan puntos de vista no distintos, sino contrarios a los míos en muchos aspectos… Pero no en otros muchos, porque por algo somos amigos. Ha habido algún cariñoso «no me jodas», pero lo más frecuente ha sido «me alegro un montón, si así eres feliz»… Y he tratado de explicarles que, aunque espero ser feliz así, mi planteamiento inicial no ha sido ese. No me he puesto a pensar a qué me podría dedicar porque la enseñanza ya no me llenaba. No es eso y lo saben. Lo que pasa es que no es fácil de explicar, ni de entender, y más si uno no tiene fe. Es Dios quien llama, quien elige al que le da la gana porque ya se ve que le gusta lo de «tiene que haber de todo en la viña del Señor». Y si uno piensa que Dios le llama, lo mejor que puede hacer es decirle que sí, porque Él sabrá lo que hace. De todas formas, también soy muy consciente de que lo mismo en un par de años he decubierto que no he oído bien, que no era este mi camino, que no me llamaban por aquí y vuelvo con ilusión renovada a las aulas, porque hay quien me ha colgado la sotana antes de haberme ido.

En fin, dicho queda, casi que no voy a releerlo porque, si no, acabaré por no publicarlo. Si eres de los que tienes fe, se agradecen oraciones, si no, por lo menos el intento de comprensión… y, en cualquier caso, la sonrisa.

Aventuras y desventuras de un corrector de selectividad (y II)

Y cuando ellos comienzan a disfrutar de su libertad, tú comienzas tu encierro. Bueno, en realidad, tu encierro ha empezado un poco antes, porque el mismo día en que hacen el examen (en el caso de Lengua el martes de la semana pasada) te llevas tu lote de 170 exámenes, más o menos, para corregir en seis días. El mismo martes tuvimos la anhelada reunión de correctores en la que esperaba que por fin me fuesen revelados los temibles secretos de los temidos «correctores de selectividad»… Y he de reconocer que salí un tanto decepcionado.

Supongo que en Matemáticas o en Física es fácil decir estas son las soluciones y cada error se penaliza con tanto. Pero en Lengua hay varias preguntas en las que no todo está tan claro: haga un comentario lingüístico, elabore un resumen, redacte un texto argumentativo sobre tal tema… Sé que no es nada fácil que todos los correctores mantengamos un mismo criterio, por eso habría sido de agradecer un modelo que nos sirviese de base, pero en la hoja que nos entregaron titulada «LENGUA CASTELLANA Y LITERATURA II. SOLUCIONES» aparecían frases del tipo: «respuesta de carácter abierto, en la que el estudiante debe poner de relieve las principales características lingüísticas y estilísticas del texto» como solución a la pregunta «detalle,las características lingüísticas y estilísticas más sobresalientes»; o «respuesta de carácter abierto, donde se prima la capacidad del estudiante para construir un texto argumentativo y la corrección y claridad de la expresión»… Tampoco el solucionario era mucho más explícito en lo que se refería a preguntas de carácter cerrado. A la pregunta «La literatura del siglo XVIII. Ensayo y teatro», la solución ofrecida era «El estudiante debe redactar un texto expositivo que responda a la pregunta: La literatura del siglo XVIII. Ensayo y teatro». O sea que al final es cada corrector el que tiene que decidir qué características, qué autores y qué obras son las que tiene que destacar el estudiante. Y me imagino que serán las mismas para mí que para X, pero no lo sé, insisto, y hubiese preferido unas pautas más extensas, aunque hubiera que tenido que renunciar por ello a mi criterio personal. Bastante abrumador es ya pensar que de la nota que tú le pongas en ese examen puede depender el futuro profesional y vital de ese estudiante, como para encima tener que aferrarte al que se supone que es tu buen criterio. Y claro que procuro tener un criterio, pero me es muy difícil delimitar la frontera que existe entre el 0,75 y el punto en un texto argumentativo que vale 1,5 puntos.

Cuando te pones a corregir te empiezan a asaltar dudas existenciales: a lo mejor estoy dejando a este buen tipo sin la posibilidad de estudiar la carrera de su vida. Pero esa duda se ve contrapesada en seguida por su contraria: si a este le pongo más de lo que se merece, a lo mejor estoy privando a otro alumno de la posibilidad de estudiar la carrera de su vida. Así que aparcas las dudas existenciales y procuras ser lo más justo posible, con la idea de que, si alguien reclama su nota, el segundo corrector compruebe que tiene la que en justicia le corresponde, si acaso algo más que menos. También te entra la angustia de estar examinando, de alguna manera, a tus propios compañeros de profesión: cuando el viernes que viene lleguen las notas a los centros, alguno, empezando por mí mismo, se llevará la sorpresa de que hay alumnos que sacan una nota inferior a la que sacaron durante el curso o todo lo contrario. Pero, en parte, es lógico, porque en un solo examen y sin conocer al alumno no puedes evaluar todo lo que se hace durante un curso. Basta con que hayan caído justo las preguntas de literatura que el alumno no se estudió para que la nota se reduzca al menos en dos puntos. Esa es otra cosa que se echa de menos. Te gustaría poder tener la posibilidad de explicar a los corregidos por qué les has puntuado de esa manera y no de otra, en qué han fallado y qué han tenido bien.

También sé que es tirar piedras contra mi propio tejado, pero las faltas de ortografía no cuentan tanto como nos hacen creer. Nos piden que seamos benévolos y se nos da el criterio orientativo de bajar medio punto por cada cuatro tildes (más o menos, lo mismo que bajamos en el instituto en primero de la ESO) y al final creo que a nadie le ha bajado más de un punto por faltas y no porque no las hubiera.

En general, la idea que uno saca es que se exige bastante menos de lo que exigimos en 2º de Bachillerato. Por ejemplo, en el análisis morfológico basta con indicar el tipo de morfema sin necesidad de aclarar qué aporta ese morfema al significado final de la palabra. Y es estremecedor comprobar que para unos cuantos «engrandece», verbo de los de toda la vida, es sustantivo o adjetivo. Y en esa misma palabra muy poquitos han sido capaces de separar la última -e como morfema flexivo (ya me imagino que si no eres profesor o alumno de Lengua esto te interese más bien poco, pero no te imaginas la ilusión que a mí me hubiera hecho que alguien me lo hubiesen dicho hace unos meses).

De todas formas, lo más duro, más decepcionante y más preocupante de estos intensos días de corrección ha sido leer y corregir los textos argumentativos. Porque es lógico que en la pregunta de literatura o de sintaxis todas las respuestas sean iguales, pero que parezca que los textos argumentativos están copiados unos de otros no es más que el síntoma del triunfo del pensamiento único, de lo políticamente correcto y de la pobreza de expresión escrita. Cuando acabé de corregir, escribí un texto, algo exagerado, pero solo algo, que resume ls principales defectos que me he encontrado:

Hoy en día en nuestra sociedad en mi opinión es muy importante aprender a escribir debido a que la mayoría de los textos los cuales he corregido van a mostrar numerosas faltas de expresión ya que tratas de escribir lo más raro posible. En conclusión, se debe escribir mejor.

En fin, las notas no han sido demasiado altas (5,7 de media), pero la más baja ha sido un 2,5. Y eso sí, me he dado el gustazo de poner un 10, que ya tenía ganas:

Aventuras y desventuras de un corrector de selectividad (I)

Las Pruebas de Acceso a la Universidad (PAU para los amigos, selectividad para los nostálgicos) tienen algo de misterioso y enigmático: la figura del corrector, de quien depende el futuro de tus alumnos. Sabes que si eres profesor de instituto, das clase en bachillerato y lo solicitas, puedes llegar a ser corrector de selectividad (sí, soy de los nostálgicos). Pero también sabes que nunca te toca a ti, como la quiniela. Y durante el curso te carcome la duda de si al dichoso corrector esto o aquello le resultará de su agrado, si realmente será capaz de «fundirse» a alguien por faltas de ortografía y qué secretos criterios le guiarán para decidir si un texto argumentativo merece un 0,75 o un 1.
Hasta que un día te llega un mensaje al móvil que te anuncia que has sido nombrado corrector y pocos días después te llega una escueta nota en la que se te cita para el día en que comienza la selectividad a las 8.30 en determinado tribunal. Cuando les dije a mis alumnos que iba a ser corrector dieron un suspiro de alivio porque sabían que no podían caer en mis manos. Son injustos. No soy tan duro, ni tan cruel como aseguran las malas lenguas: a las pruebas me remito… y a las notas.
Me hacía ilusión corregir selectividad, entrar en los secretos mejor guardados de qué criterios concretos de corrección se siguen, porque los generales ya los sabes, pero son eso, demasiado generales. Si eres miembro de un tribunal no solo corriges los exámenes, también los vigilas. En cada aula hay al menos dos profesores y, media hora antes de que comience el examen, uno de ellos hace el llamamiento, mientras que el otro va indicando a los alumnos que dejen la mochila, móvil incluido, en el encerado y se sienten en determinado sitio (lo curioso es que el móvil lo dejan efectivamente dentro de la mochila: siempre que sonó algún móvil no lo tenían encima).
El llamamiento para el primer examen es solemne y aterrador. Dices el nombre, se te acercan, te dan temblorosos el DNI, lo compruebas, les das las etiquetas adhesivas con su código de barras que tendrán que pegar en cada examen y les haces pasar. Como esta vez el clímax del examen lo daban las circunstancias, decidí no poner mi cara de asesino en serie, sino la mejor de mis sonrisas, acompañada de un mucho ánimo o mucha suerte. El momento tal vez más terrible y angustioso, o solo ridículo, son los quince o veinte minutos que transcurren desde que se han colocado todos en sus sitios hasta que te traen el examen para que se lo des. Como lo que prima no es de qué instituto vienen, sino por qué letra empieza su apellido, es fácil que cada uno acabe rodeado de desconocidos con los que no sabe de qué hablar y así se produce un tenso silencio lo suficientemente largo para que les dé tiempo a convencerse de que se les ha olvidado todo y de que tenían que haber estudiado mucho más la semana pasada, bueno, y también durante todo el curso. Estuve tentado, más de una vez, de contarles un cuento, pero al final no me atreví.
Una vez que han hecho el primer examen todo se vuelve más fácil y cotidiano y como uno se acostumbra a todo al tercer examen tienen la sensación de que han estado la vida entera haciendo selectividad y desaparecen los nervios y crece la confianza… hasta que descubres con pavor que te has dejado las etiquetas olvidadas en casa. Y le dices al profesor que ha ido a acompañaros que le das las llaves de tu casa y que, por favor, vaya a por las p etiquetas porque en su casa no hay nadie… Tratamos de tranquilizar a Laura (pondría una X, pero es tan imposible que alguna vez lea esto que voy a «desanonimarla») y conseguimos localizar a su madre. El profesor acompañante me repetía mientras tanto que no me podía imaginar la cantidad de veces que les habían recordado que no podían olvidar las etiquetas… Hasta que le dije que le entendía perfectamente, que yo también soy tutor de segundo… y de pronto creo que cayó en la cuenta de que los correctores de selectividad no son los tipos de negro que uno se imagina, sino un profesor como cualquier otro. Al final la madre consiguió traer las etiquetas antes de que acabara el examen y a Laura no se le volvieron a olvidar al día siguiente.
Después de tres días intensos, cuando acaban el último examen creen descubrir el auténtico significado de libertad, recuerdan con rubor los nervios de apenas tres días antes y quedan convertidos en unos auténticos expertos que pueden decir con aplomo aquello de «la verdad es que la selectividad no es para tanto»…