Hay ocasiones en las que uno está tentado de pensar que los griegos tenían razón cuando afirmaban que el destino es ineludible y que se va a cumplir hagas lo que hagas.
Este curso, el único día de la semana que tengo clase a las 8.30 es los martes y es el único día que meto el coche en el aparcamiento del Instituto. Lo aparqué en uno de los huecos que quedaban, al pie de las ventanas, y llegué a pensar en un momento si no sería mejor ponerlo en los huecos de enfrente, pero hice caso omiso de la advertencia porque tampoco hay que ser un desconfiado pertinaz.
Cuando llegué al aula, no pude abrir la puerta porque la mayoría de las clases tienen una cerradura en el pomo y otra arriba y yo sólo tengo llave de la cerradura del pomo, que es la única que habitualmente hay que abrir, pero esta vez estaba cerrada la otra. Pedí ayuda a un profe que sí tenía llave de arriba, pero a pesar de que la llave giraba algo, no conseguíamos abrir. Busqué entonces la ayuda del jefe de estudios, que pasaba por allí, y tampoco conseguimos nada. Así que, al final, me llevé a los alumnos al Aula Magna.
Parece ser que el asunto de la cerradura fue para largo y a penúltima hora de la mañana los alumnos de la clase cerrada, fueron a 2ºE para dar la clase, aprovechando que los de ese grupo estaban en otro sitio en ese momento. Ya dentro del aula, a X. se le ocurrió que sería divertido desatornillar el tablero de la mesa, y puso el mejor de sus empeños en conseguirlo. A continuación se le ocurrió que sería divertido tirarle el tornillo a Y, pero no le dio. Según la versión oficial, fue entonces cuando el tornillo salió disparado por la ventana y cayó con la postura justa, la fuerza justa y en el sitio justo para descuajeringar la luna trasera del pobre Braulio que hasta ese momento había pasado la mañana tan tranquilo, como siempre, sin esperarse ese golpe del tornillo y del destino.
Yo estaba dando la última hora de clase cuando llamó una profesora a la puerta y me preguntó si un Hyundai azul oscuro era mío. Le dije que sí (en realidad es azul-noche) y me contó que le habían roto la luna. Seguí dando mi clase con la esperanza de que hubiese sido una equivocación, o que sólo tuviese un picotazo, o… Cuando salí de clase, cada profesor que se cruzaba conmigo me preguntaba si era mío un Hyundai azul oscuro y si sabía que… Y sí, efectivamente, era el mío: cuando llegué hasta el coche, la luna ya se había hecho añicos, aunque se mantenía en pie. En fin, que ya se ve que le tocaba. Quizá lo mejor de todo haya sido la ola de solidaridad que he encontrado entre el profesorado: al día siguiente empecé a recibir tantas condolencias que por un momento pensé que el tornillazo me había dado a mí. Menos mal que queda gente como M., que me conoce de verdad y que se encarga de quitar hierro al asunto y me espetó un sincero: «Te lo mereces». Otra de las mejores reacciones fue la de N.: apenas unas semanas antes, en uno de nuestros cruces de miradas por el pasillo, me había dicho: «A mí no me vaciles», y el otro día, cuando se cruzó conmigo, susurró un siniestro: «Te lo había advertido».
Quiero pensar que el percance no ha sido intencionado, que la versión oficial es cierta, aunque me sigue costando creer en tanta fuerza de la gravedad y me inclino más hacia la fuerza del destino. Resulta que X. ha pasado, desde hace poco, a ser alumno mío en el grupo flexible y que no es precisamente uno de los alumnos más aplicados del Instituto… pero también es cierto que, hasta ahora, en clase no tengo grandes quejas de él y que su comportamiento entra dentro de lo aceptable y que todavía no tiene contra mí, o por lo menos eso creía yo.