Un amigo que se va

El sábado pasado falleció Emilio. Hace poco menos de un año estaba perfectamente, pero una noche, mientras cenaba, le dio un vahído y antes de perder el conocimiento pidió que le llevaran al médico. Desde entonces todo ha sido demasiado complicado y demasiado rápido. Los medicos aseguraron que le quedaban unos seis meses de vida y resultaba difícil de creer, porque tras las primeras operaciones se le veía bastante recuperado. Pero han sido seis meses.

Conocí a Emilio hace más de veinte años y, a pesar de la diferencia de edad, de cultura, de conocimientos y de tanto más, siempre me trató como si esa diferencia no existiese. Me animó de veras cuando eché a andar por el mundo de las humanidades y siempre me ha insistido en que tenía que escribir más. También me ayudó a descubrir lo apasionante que es ser profesor porque, entre otras cosas, es una profesión que te permite, como ninguna otra, el trato humano.

Emilio tenía una cabeza prodigiosa y una sonrisa permanente que la enfermedad no consiguió borrarle, a pesar de que sí le borró los nombres de las personas que conocía, la escritura y tantas cosas más. Este último año, cada vez que nos veíamos, exclamaba un «¡Hombre, hombre! ¡Qué alegría!». Y nos dábamos un abrazo, sabiendo los dos que podría ser el último. Te preguntaba por la familia, por los amigos comunes y, aunque no era capaz de ponerles nombres, se veía que les tenía perfectamente situados.

La certeza de que el avance de la enfermedad era inexorable y de la inminencia del final quizá hayan hecho la separación más suave, más llevadera, aunque no menos dolorosa. Sin embargo, el escozor de la herida es muy distinto al de la pérdida de David, de la que hace ahora ya dos años y que sigue escociendo muy en lo hondo.

Me gustaría tener la fe de Emilio, su afán de ayudar a los demás, su interés por todo lo que le rodeaba, su optimismo irreprimible. Después de salir del hospital tras las primeras intervenciones decía que gracias a la enfermedad se había dado cuenta de la cantidad de gente buena que hay en el mundo… Y llevaba toda la razón, aunque ahora ya hay uno menos.

Me temo que soy un pipa

A veces uno no sabe si es mejor vivir en la ignorancia o conocer la cruda realidad y aceptarla.
Cuando uno va de viaje de estudios con un grupo de alumnos de dieciséis años es consciente de que una de las batallas más amargas que va a tener que librar es la del descanso: ya se sabe, el que dedica la noche a dormir es que es incapaz de pasárselo bien. Y les ves, muertos de sueño, velando a base de cafés y red-bulles, con pinzas en los ojos, planeando alguna broma divertidísima, como empapelar la cara de mortadela a los infelices que duermen…
De todas formas, a una hora razonable, los profes nos dedicábamos a hacer una ronda para enviar a cada mochuelo a su olivo (sabedores de que los mochuelos tienen muy mala memoria y probablemente volverán a abandonar su olivo a los diez minutos). En el transcurso de una de esas rondas entré en una habitación en la que había una Play. Se estaban echando un vicio al FIFA y una vez más se me despertó mi vocación docente y mis ganas de enseñar… y cogí uno de los mandos.
Ya había hecho un par de jugadas magistrales cuando sonó el teléfono interno de la habitación. Es todo un detalle por parte de los hoteles poner a disposición de sus clientes un teléfono en la habitación que permite hacer llamadas gratuitas al resto de habitaciones. Así, si un día, o mejor una noche, el profe está especialmente perro, uno siempre se lo puede pasar en grande a través de la línea telefónica.
Dejé a medias la mejor jugada de mi vida y fui yo quien descolgó el teléfono. Hay cosas que si las ensayas y las preparas nunca te saldrán bien, ideas que surgen en el momento y que uno lleva a la práctica sin analizar muy bien las consecuencias. No sé por qué, quizá porque esa misma noche había aterrizado en el hotel un buen grupo de escolares cordobeses, respondí con voz de niño cordobés, un tanto pijo. Al principio X, la autora de la llamada, se extrañó un poco, porque ella había marcado el número de teléfono de la habitación de tres chicos madrileños, de Valdebernardo para más señas, y le respondía una voz desconocida en mal andaluz.
Sin embargo no me costó excesivamente convencerla de que se había equivocado de habitación y empezamos una animada conversación que yo iba sazonando de vez en cuando con algún que otro «pero ehto, qué es lo que eh». Y de pronto, sin pensarlo mucho, no resistí la tentación y pregunté:
-¿Qué tal son vuestroh profesoreh?
-Buah, son unos pipas. Se creen que somos unos niños.
La verdad es que no me puedo quejar. Todavía me corren escalofríos al pensar que en lugar de «pipas» podría haber dicho muchas otras cosas. Y que una alumna de dieciséis años (dieciséis desde hace un par de días, en aquel entonces quince) te considere un pipa y se crea que tú te crees que es una niña entra dentro de lo razonable. Así que preferí no seguir por aquel camino y llevar la conversación a otros temas más intrascendentes, aunque se me quedó clavada en el corazón una espina, o más bien una pipa. Me acordé de Olga, profesora del Instituto, cordobesa de pura cepa y, como quien no quiere la cosa, dije:
-Pueh nosotroh tenemoh una profesora de matemáticah que se llama Olga…
-Ahí va, qué casualidad. Nosotros también.
-Claro, es que en Córdoba todoh loh profesoreh se llaman Olga.
Como aquello no daba mucho más de sí, acabamos despidiéndonos tan amigos y colgando el teléfono. Cuando me di la vuelta, pues durante la conversación había estado mirando de cara a la pared, descubrí divertido y ojiplático a un chaval cordobés de los de verdad que no acababa de dar crédito a todo lo que había oído, pensando con toda probabilidad que se había encontrado con un profesor extraterrestre y no muy bien de la azotea. Él había llegado desde la habitación de al lado, después de informarse por el balcón de que se podía jugar con el Cádiz, dispuesto a echarse una partidita.
Le pregunté qué hacía allí y le dije que se fuese a su habitación. El chaval no sabía si yo seguía de broma y me tomé como empeño personal que saliese de la habitación y que me tomase en serio. Le dediqué una de mis mejores miradas taladradoras y le aseguré que hablaba totalmente en serio y que se fuese a su habitación… Y a su habitación se fue y me consta que no volvió a aparecer por allí en toda la noche. Quizá el pobre pagó mi indignación por lo de pipa.
Cuando X colgó el teléfono en su habitación empezó a romperse el encantamiento y le empezaron a asaltar ligeras sospechas de que allí había gato encerrado.
-X, te han estado tomando el pelo -le aseguró Y, su compañera de habitación.
-No, de verdad que era un chaval cordobés…
Pero la duda ya estaba sembrada y para despejarla decidieron ir a la habitación a la que en teoría habían llamado. Cuando llamaron a la puerta. me escondí en el baño, disfrutando lo que no está escrito de asumir el papel de perseguido en lugar del de perseguidor. Entraron y al ver a todos muertos de la risa, a X ya no le cupo ninguna duda de que había sido un tanto ingenua. Pero cuando le dijeron que el autor de la broma era Eduardo, evidentemente no se lo creyó, porque no estaba dispuesta a que le tomaran más el pelo aquella noche. En ese momento salí de mi escondite con mi mejor cara de pipa y con un «pero ehto, ¿qué es lo que eh?»…
¿Un pipa?, ¿yo, un pipa?, ¿pero qué se habrá creído?, ¿yo, un pipa?, ¿que me creo que son unos niños?, ¿un pipa? Te vas de viaje con ello, procuras que todo salga bien, que se lo pasen en grande… ¿y lo que se piensan es que eres un pipa?
Todavía estoy tratando de asimilarlo…
Bueno, está bien, exagero, lo de ser un pipa no me ha quitado el sueño, sino que me ha hecho que me muera de risa cada vez que lo recuerdo (lo cual quizá confirme la teoría de X).

Pues sí, sobreviví

Hay tanto que contar y es tan difícil empezar que se me han esfumado así, a lo tonto, veinte días sin pasarme por aquí, porque iba a tener siempre mañana un buen momento para escribir con calma. Y mientras llega ese momento, esta señal de vida dejo por si alguien se sigue pasando por aquí de vez en cuando en busca de una sonrisa o un buen rato: pues sí, sobreviví al viaje a Italia y no sólo sobreviví, sino que me lo pasé chachi-piruleta (es terrible lo mal que queda la expresión aquí puesta, pero repetida una y otra vez a cada paso tiene su gracia, hacedme caso).

Ahg, me temo que era mejor que pasasen veintiún días y esperar a estar un poco más entonado en lugar de escribir este mensaje de náufrago desorientado.

 

ps: Ha sido terrible, pero creo que por culpa del título mucha rima interna me ha salido. Y reconozco que ya al final con intención la he buscado, porque era mas difícil arreglar el desaguisado.