Con mis colegas de Aluche

Ocurrió cuando estudiaba primero de carrera. Llevábamos apenas tres o cuatro semanas de curso. Yo me había matriculado en Inglés I porque estaba dispuesto a, por fin, aprender inglés, pero para mi sorpresa resultó que no había diferencias entre los que estudiaban filología inglesa y los que estudiábamos otro tipo de filologías. El inglés era el mismo para todos y, como es de suponer, el nivel que se pedía era el exigible a unos futuros filólogos ingleses. Había dos profesores y cada alumno había elegido con cuál de los dos quedarse, pero como uno de los profesores era Mr. Pratt del que habíamos oído hablar cosas crudelísimas, tales como que suspendía al 90% del alumnado, la clase de la otra profesora, la de Mrs. Bastianon, una enorme señora, húngara según decían, estaba a rebosar. Así que un día al llegar al aula nos encontramos con que Mrs. Bastianon había hecho unos cuantos papeles con su nombre y el de Mr. Pratt y según entrábamos, nos acercábamos a la mesa, cogíamos un papel y leíamos lo que nos deparaba el destino. Yo, que me sentía fuera de lugar tanto con uno como con otra, y que a estas alturas ya estaba convencido de haber cometido uno de los grandes errores de mi vida al matricularme en inglés en vez de en ruso o en italiano, temía más el 90% de suspensos de Pratt que los dos metros de Bastianon y di un suspiro de alivio cuando en mi papel leí este último nombre, sin sospechar lo que me aguardaba.
Como las clases eran en perfecto inglés y yo apenas superaba el «How are you?», me sentaba siempre con P, amigo del BUP y el COU, que sí estaba estudiando filología inglesa. Era mi traductor particular. Por eso, la semana en que él decidió no asistir a clase no sé por qué razones, yo tampoco fui, pero como a la siguiente semana él insistió en su inasistencia a mí me dio un ataque de responsabilidad, me armé de valor y me presenté en clase.
Cuando llegué, dejé discretamente sobre la mesa de la profesora la ficha con los datos del alumno. No sé si ahora se seguirá haciendo lo mismo o estará todo mucho más informatizado, pero en aquel casi lejano 1989 uno rellenaba los datos personales en una ficha y se la entregaba a cada profesor. La fecha límite para la entrega de la dichosa ficha había acabado la semana anterior y creo que esa fue una de las razones que me animó a asistir a clase sin mi traductor acostumbrado. Dejé la ficha en la mesa como digo, y me dirigí a mi sitio. Era una de esas clases enormes, con los asientos dispuestos a modo de teatro griego, es decir, que el estrado quedaba abajo y las filas de asientos estaban colocadas a lo largo de una ligera pendiente. Seríamos cerca de sesenta alumnos.
Empezó la clase y vi que la señora Bastianon cogía las fichas (alguien más se había atrevido a dejar también la suya) y empezó a decir no sé qué con cara de pocos amigos. La cara de pocos amigos la tenía siempre, pero esta vez el tono de voz era un poco más elevado que de costumbre. Por fin, gracias a la foto, me localizó entre el público y me empezó a soltar una retahíla ininteligible en un idioma demasiado extraño para mí. De una cosa estaba seguro: lo que me estaba diciendo no era nada agradable. Ante mi cara de pasmo e incomprensión por fin dijo algo que logré entender: «Do you understand me?» y respondí con voz temblorosa para regocijo de la clase en mi mejor inglés vallecano: «A little». Y entonces comenzó a chapurrear su retahíla en su mejor castellano húngaro. Me puso de vuelta y media, me arrojó la ficha que, hasta donde yo comprendía, era la principal causante de aquellos aspavientos, me llamó poco menos que caradura y sinvergüenza, y la situación se me hizo tan insostenible que llegó un momento en que recogí mis cosas y me levanté para irme. Me espetó que después quería verme en su despacho. Y yo le dije «vale» con un ligero levantamiento de hombros que pretendía significar que no le guardaba rencor por todo aquello, pero que tendría que comprender que yo en aquellas condiciones no podía seguir en clase.
Entonces, ella, indignadísima, empezó a levantar exageradamente los hombros, imitándome, y diciendo a voz en grito: «¡¿Vale?! ¡¿Vale?! ¡¡¿Perro tú que te has cgreido?!! ¡¡¡¿Que esttás aquí, ccon ttus ccolegas de Alusche, fumando pogggrrrros?!!!». Salí de clase con toda la dignidad que fui capaz de atesorar y me fui a la cafetería a ahogar mis penas. Afortunadamente, en la cafetería siempre había algún buen amigo con quien ahogarlas.
Esa misma mañana, a última hora, acudí al despacho de la Bastianon con mi mejor cara de oveja degollada. No acababa de entender la magnitud de mi delito y su reacción me parecía desproporcionada: tan solo había entregado la ficha con una semana de retraso. La señora ya estaba algo más tranquila, quizá porque mis buenas formas y mi humilde petición de permiso habían empezado a hacer mella en ella y había empezado a pensar que yo no era el asesino al que creía que se estaba enfrentando. Hablando con calma fue todo mucho más fácil de aclarar. La buena señora se había pensado que yo no había aparecido en todo el curso a su clase y que la primera vez que lo hacía era a escondidas e intentando colar mi ficha como si no pasase nada. Ya le expliqué que había ido a todas sus clases, menos a las dos últimas por no disponer de traductor y le pedí disculpas por mi retraso en la entrega de la ficha. Ella, más tranquila, también me pidió disculpas por las voces de antes y acabamos si no amigos por lo menos no enemigos irreconciliables. Eso sí, mis cartas sobre el conocimiento del idioma habían quedado al descubierto demasiado pronto, y el suspenso estaba garantizado a final de curso… Sin embargo, por razones que nunca nadie supo explicar bien, la Bastianon empezó a faltar y tras dos meses sin venir un solo día a clase, nos pusieron a una sustituta. Una chica española, joven, guapa y simpática, que debía de ser becaria del Departamento y que nos hizo las clases mucho más agradables. Al final de curso, aprobé por mis propios medios, es decir, en parte por lo que había logrado aprender y en parte por lo que F me facilitó durante el examen…

2 comentarios en “Con mis colegas de Aluche

  1. Interesante reflexión la que compartes; supongo que las cosas han ido cambiando en algunos aspectos, y la educación mejora con el paso del tiempo. Ahora, en teoría, los profesores de lenguas son más comprensivos y eficaces y, en general, la pedagogía evita este tipo de fiascos en la facultad. Eso en teoría.
    Supongo que lo más valioso de la entrada es que un profesor precisamente sea quien lo escriba; porque tú, que enseñas el idioma (o más bien ayudas a aprenderlo, si aplicamos esa pedagogía de la que hablamos), formas parte de esos nuevos tiempos, en los que lo más importante debe ser no el contenido, sino lo que gira en torno a él. De esa forma quizá consigamos que, sin ser amigos del profesor pero tampoco irreconciliables enemigos, como tú bien indicas, la gente se acerque un poco más a la cultura, que desgraciadamente es un bien escaso, y no precisamente sólo entre los más jóvenes.
    Esperemos que tu experiencia sirva de ejemplo para todos, y gracias por compartirla.

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