Despistes

Es normal que cuando se junta un grupo de 26 alumnos durante una semana a alguien se le olvide algo en algún sitio en algún momento, pero hay siempre unos candidatos empeñados en ganar el premio «semaolvidao».

La primera candidata fue M. Cuando estábamos en el aeropuerto de Barajas, dispuestos a realizar el embarque, de pronto se dio cuenta de que se había olvidado el carnet de identidad. Quien más quien menos revisa como treinta y cinco veces antes de salir de casa que lleva encima el DNI (volviendo a palpar una y otra vez el bolsillo en el que de sobra sabe que está). Por eso, a todos su despiste nos hizo bastante gracia… a todos menos a su padre que tuvo que volver corriendo a casa a recuperarlo. Afortunadamente en este tipo de viajes siempre se queda con la suficiente antelación en el aeropuerto para que se puedan solucionar sin mayores problemas este tipo de deslices: si el avión sale a las 12 y hay que embarcar a las 11 uno queda con los padres y los chavales a las 10 y la gente empieza a aparecer a las 9.

Otro candidato al premio «semaolvidao» fue JC. Cuando estábamos subiendo a la cúpula del Vaticano (con sus 536 escalones) se dio cuenta de que no llevaba encima la mochila.

-¿Y cuándo la viste con vida por última vez?

-Ups… Creo que me la he dejado en el escáner…

Lo normal: uno pasa por el detector de metales para acceder al Vaticano y se va tan contento, sin acordarse de que hace escasos siete segundos ha depositado su mochila en el escáner. Claro, que al que pasó detrás de JC también habría que darle un premio. Al final el premio se lo dimos a los chicos del escáner que tuvieron a bien guardar allí la mochila hasta que su dueño volvió a recogerla (me imagino que la examinarían a conciencia, porque una mochila así no puede menos que contener algún tipo secreto de bomba).

Tampoco tiene precio lo de A. Para pasar a los Museos Vaticanos nos dieron a cada uno una entrada que había que introducir en un torniquete. En los veinte metros que separan las taquillas del torniquete, A. fue capaz de perder su entrada. Le intenté explicar al tipo del torniquete el problema que teníamos con la entrada, pero éste miró a otro que nos dijo que era de todo punto imposible atravesar aquellos torniquetes sin una entrada… Pero si somos del grupo que acaba de pasar, soy el profesor, no querrán que se desperdiguen por todo el museo los chavales sin ningún tipo de control… Nada de nada: si no hay entrada, no se pasa. Asumió A. la parte de culpa que le correspondía en todo aquello y nos volvimos a las taquillas para sacar una nueva entrada. Afortunadamente el taquillero era bastante más sensato, se levantó de su silla, se dirigió a los del torniquete y, oh milagro, entramos en el Museo sin estar en posesión de la entrada. Cuando conseguimos reunirnos con el grupo apareció por fin la dichosa entrada. Se la había encontrado B. tirada en el suelo y con muy buen criterio la había recogido. Pero después no se le ocurrió pensar que si se la daba a alguno de los profesores sería más fácil encontrar al dueño.

Lo de J quizá es más explicable: era ya el último día y estábamos muy cansados. Quizá por eso después de que el vaporetto nos devolviera de Venecia y cuando ya habíamos recorrido la mitad del camino hasta donde nos esperaba el autobús cayó en la cuenta de que se había dejado en el barco la pasta que había comprado de recuerdo. Me pidió por favor por favor volver para recogerla, sabiendo que probablemente el barco ya no estaría allí. Yo, que soy un blando, le di permiso y hacia su pasta voló J, acompañado de JC (que tal vez entendía perfectamente que un despiste lo puede tener cualquiera). Al cabo del rato volvieron con las manos vacías… Pero afortunadamente, una vez más, B. con muy buen criterio, había recogido la bolsa olvidada. Pero después no se le ocurrió pensar que si se la daba a alguno de los profesores sería más fácil encontrar al dueño…

De todas formas quizá quien ha hecho más méritos propios para llevarse el «semaolvidao» ha sido V. Cuando todavía estábamos en Roma, detectó con consternación que le había desaparecido una Converse (es decir, una zapatilla de deporte de la marca Converse… lo aclaro por si lee esto algún anticuado). Detrás del «profe, me ha desaparecido» se escondía tal vez un «profe, me han quitado», pero como somos buena gente, lo primero que pensamos es que se trataba de una broma, porque puestos a llevarse las zapatillas, lo normal habría sido llevarse las dos y no sólo una, a no ser que el autor del hurto fuese cojo. Cuando después de un día la zapatilla no había aparecido, la teoría de la broma perdió fuerza y fueron apareciendo teorías cada vez más peregrinas: a lo mejor las señoras de la limpieza se la habían llevado sin querer al recoger las toallas… Pusieron patas arriba la habitación sin ningún resultado positivo, salvo el de encontrar la típica moneda de dos euros que perdió allí alguien hace un par de años.

Ya en el hotel de Montecatini, milagrosamente apareció la dichosa Converse… Todo lo que había pasado es que cada zapatilla había ido a parar a una bolsa de plástico distinta y por eso siempre faltaba una.

Lo sé, eso tampoco es para tanto, le puede pasar a cualquiera… pero es que la propia V. fue días después protagonista de una nueva desaparición. La última noche, tras hacer el ganso y correr por la playa (ya contaré otro día cómo fue la última noche, que siempre tiene un encanto especial), cuando ya nos íbamos a volver al hotel, V. se apercibió de que no tenía la cámara de fotos.

-¿La llevabas?

-Sí, seguro, estaba colgada de aquí -y nos mostró el mosquetón pequeño del que se cuelgan las fundas de cámaras de foto.

Era la última noche, en la cámara estaban las fotos de todo el viaje y nos dio un ataque de solidaridad y nos pusimos a rastrear la playa en busca de la cámara perdida. Miramos hasta en el agua, por si acaso, porque se habían metido para salpicarse con los pies. Nos distribuimos en fila para hacer una batida por la arena, fuimos hasta el lugar donde le habían hecho el bollo a G. para felicitarle por su cumpleaños, hicimos montones de fotos para ver si el flash conseguía desvelarnos el paradero de la cámara, le preguntamos a B. si había tenido el buen criterio de recoger la cámara… Todo fue en vano y cariacontecidos y fracasados regresamos al hotel… Efectivamente, allí, en su habitación, encima de la mesilla, estaba, una vez más milagrosamente, la cámara de V.

4 comentarios en “Despistes

  1. Muy bueno, espero que lo pasarais bien. Por cierto, estuve en Madrid en lo de la Infancia Misionera y me gustó mucho el cuento de tororo tororo, torororo, tirorarorerurire… Sólo faltó el de Tacirupeca Jarro al resve, pero los niños se lo pasaron en grande.

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  2. Jajajaj pobrecillos, si es que son jóvenes adolescentes con las neuronas sólo pendientes de una cosa!

    Qué bueno, seguro que a pesar de los despistes lo pasastéis genial… qué envidia!

    Besillos

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  3. Ha sido desternillante.
    Entre este post y el del pipa has hecho que me olvide de mi úlcera.
    Y me ha recordado que yo, hace poco, tampoco me acordaba de cómo se llamaba la chistorra, y eso que la había comprado el día anterior.
    Sigo riéndome.

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  4. Jorge, ¿cómo es que no te pasaste a saludar? Lo tuyo no tiene perdón.
    Nefer, no nos lo pasamos genial «a pesar de» los despistes, sino, entre otras cosas, «gracias» a los despistes.
    Begoña, mil gracias por tu comentario a la entrada anterior… y a ésta. Espero que de vez en cuando encuentres por aquí algún que otro post que te haga olvidar úlceras y demás disgustos.

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